El azar es caprichoso, precisamente por eso se llama azar. En cuestión de unos pocos días han desaparecido dos de los símbolos de los años sesenta españoles: el cantante José Guardiola y la presentadora de televisión Marisa Medina. Resulta ocioso añadir que ambos formaban parte de la crónica sentimental del país, y también de las primeras referencias de mi generación. Pero matizaré un poco más, adscribiendo cada uno de ellos a su juguete favorito: José Guardiola era una criatura de la radio, mientras que Marisa Medina era hija de la televisión. Guardiola reinó en la primera mitad de los sesenta, cantando a dúo con su hijita de 4 años (¿o eran 5?), contándonos lo verde que era la campiña, o lo duro que resultaba arrancar cada día 16 toneladas de carbón de las entrañas de la tierra, mientras que Marisa Medina fue la reina de TVE en la segunda mitad de la década prodigiosa, la de Prado del Rey, los tejados cuajados de antenas en las ciudades-colmena del desarrollismo y los teleclubes del medio rural en vías de extinción, bajo la batuta del omnipotente y popular ministro de Información y Turismo del Régimen, Manuel Fraga Iribarne, también fallecido hace escasas fechas, como para certificar con sus óbitos el definitivo aventamiento de las cenizas de una década tan apasionante como irrepetible.

El «León de Villalba» era ya nonagenario -o casi-, y Guardiola había llegado a una edad avanzada, dentro de las expectativas vitales de los varones españoles, pero Marisa Medina aún no había cumplido los 70, aunque apuró su existencia a tope, a grandes sorbos, y fue una mujer de excesos, tan modosita como nos parecía entonces, cuando su busto parlante realizaba labores de continuidad, informándonos de lo que nos esperaba si persistíamos en quedarnos delante de la Caja Tonta. Pero los tres eran preciosos árboles -de especies diferentes, eso sí- dentro del frondoso bosque mediático de los sesenta, el uno aplicaba la política a seguir, abriendo la mano, cerrando el puño o dando sopapos -según conviniese a la Superioridad-, y los otros dos alimentaban el «entertainment» audiovisual para solaz de los que estaban pasando de la alpargata al Seiscientos, capturados por el vértigo de los tiempos.

Guardiola fue un «crooner» «Made in Spain» muy pulcro, al que incluso pasaportamos en su día a Eurovisión (para que volvieran a ningunearnos). Casi apareció en el horizonte a la vez que despuntaban un par de paisanos suyos, el «Dúo Dinámico» -que siempre parecieron infinitamente más jóvenes-, y su fulgor fue apagándose a medida que avanzaba el decenio. Y a pesar de un apellido de reminiscencias tan culés, interpretó el himno del RCD Español, demostrando que, en contra de lo que proclama el pensamiento único nacionalista, también hay catalanes de pura cepa periquitos. Siempre fue un señor, y no se le conoce un escándalo (o al menos yo jamás me enteré), y se ha ido sin hacer ruido, siempre tan pulcro y formal.

Menos ejemplar -aunque seguramente mucho más entretenida- fue la vida de Marisa Medina, la rubia muñequita linda de nuestra primera tele de masas. Relaciones con VIP de diverso pelaje, sexo, alcohol, drogas y juego conforman una trayectoria digna de ser inmortalizada algún día en un biopic que les explique a las generaciones futuras esa parte de nuestra historia reciente que no suele aparecer en los libros, pero sin la cual no se comprendería nada de lo que es el país real, pícaro, desenfrenado y contradictorio como habrá pocos bajo la capa del cielo. MM profesó en un oficio que ahora hace medio siglo nos parecía el no va más de la modernidad -igual que las azafatas o, más modestamente, las dependientas de los grandes almacenes-, cuando era noticia ver a una mujer en pantalones, fumando o conduciendo, y su simpático rostro invadió incruentamente millones de hogares (aunque yo, personalmente, siempre preferí a la maravillosa Marisol González. Por cierto: ¿qué habrá sido de ella?)

Y -parafraseando lo que la legendaria locutora de continuidad nos recomendó, con su encantadora sonrisa, tantas y tantas veces-, permanezcan atentos a los obituarios, porque me temo que verán desfilar a mucho popular antañón, verán caer -talados por el implacable hacha del tiempo- árboles que otrora se irguieron con altivez y orgullo, envidiados y emulados por doquier, pero destinados como el resto de los seres vivos a volver un día a la tierra primigenia, a esa tierra, madre y sepulturera a la vez, que sigue siempre a lo suyo, repitiendo monótonamente su ciclo, pasando olímpicamente de poderosos políticos, de suaves cantantes melódicos o de hermosas presentadoras de televisión.