El desafecto institucional constituye uno de los problemas centrales de la sociedad española. Hablaría también de Europa y de Occidente en su conjunto, aunque sospecho que los grados de intensidad son distintos. A lo largo de la historia, la confianza ha generado progreso y la suspicacia pobreza. Detrás de la caída de los grandes proyectos políticos se encuentra -como una carcoma- ese distanciamiento del pueblo de sus dirigentes, que hunde el prestigio de las instituciones y dificulta el espíritu de colaboración. Así se derrumbó el Ancien Régime. Así cayó el comunismo soviético, azotado por el colapso económico y el escepticismo ciudadano. Así se está desarticulando España, rota por la ausencia de un anclaje moral.

En realidad, la filosofía de la sospecha forma parte del ADN básico de nuestro país. Recordemos aquello del Mío Cid: «¡Qué buen vasallo, si tuviese buen Señor!», la gramática de la picaresca o el relato maniqueo de las dos Españas. Nuestro marco cultural se genera en una narrativa donde el enfrentamiento, el engaño o el cinismo son continuos. Si la democracia fue el punto de encuentro constitucional de la España moderna y Europa el horizonte de futuro, la ruptura de los ejes de confianza empieza a provocar fracturas sistémicas en el pacto social. Durante años, el país se recreó en un discurso del éxito que se hacía acompañar del redoble de tambores. Pensemos en Aznar mofándose de la Alemania de Schröder -«Nosotros tenemos superávit, ellos déficit»- o en Zapatero alardeando del «sorpasso» a Italia. Pensemos en la «grandeur» imperial de figurar con el triunvirato de las Azores o en la estrafalaria aventura de la Alianza de las Civilizaciones. Pensemos, finalmente, en una economía que se ha basado en el crédito, sin un sustento industrial claro ni incrementos exponenciales en competitividad, cuyo mercado interior está cuarteado por la burocracia autonómica y que ha caído en una peligrosa adicción a las subvenciones. Mientras el dinero fluía a lomos de la burbuja, todo fue bien. No importaba la corrupción de los políticos ni la existencia de redes clientelares ni el uso torticero de la libertad de mercado a favor de determinados oligopolios o sectores profesionales. No importaba el sistemático fracaso de la educación -siempre en la cola del informe PISA-, ni el empobrecimiento general de la prensa -en muchos casos sesgada hacia el amarillismo-, ni la neblina moral que degrada como un ácido los equilibrios morales de la democracia. Vivíamos en la era del despilfarro y el exceso bastaba para desdibujar los males de la patria.

Hasta que todo estalló en 2008. Primero quebró la economía o, mejor dicho, la confianza en el sistema financiero como garante de la seguridad monetaria. Y luego, tras el «crash» inicial, los espejismos se fueron desvaneciendo y descubrimos que el emperador iba desnudo. La Monarquía entró en crisis, también el modelo autonómico, la Seguridad Social, la cohesión territorial, Europa y el euro, el Gobierno y la oposición, los bancos y las cajas. Como si se tratara de una sepsis, la infección del desafecto institucional recorre todo el esqueleto del país, con el paro camino de superar los cinco millones y medio de desempleados. De mileuristas a nimileuristas urge diseñar un decálogo común de la esperanza que recupere la fiabilidad de las instituciones, así como la credibilidad de nuestro país, y que nos desligue definitivamente de la dictadura de la sospecha.