Su renuncia más importante, la más dañina y silenciosa, fue dejar de ser ella misma y ser otra más.

Luisa se odiaba las mañanas de los sábados porque le tocaba ir a visitar a su padre a la residencia de ancianos y siempre le entraban unos deseos irrefrenables de huir.

Después de la reparadora catástrofe que supuso el divorcio, Pedro deseaba sinceramente que Elena estuviera bien, pero no por ella sino para sentirse bien él.

Llegó el día en que Susana olvidó a qué saben los besos que nunca se olvidan.

Abrió los ojos. Y cerró la puerta para siempre.

Reflejos de pánico: se miró al espejo y no se vio.

Se conocieron viendo «Fuego en el cuerpo» y se divorciaron tras la décima deposición de «Titanic».

La carretera de su piel estaba mojada y derrapó y acabó abrazado a su quitamiedos. Temblando.

Escalofríos: estaba sola en la habitación cuando escuchó que alguien respiraba junto a ella en la cama.

Lo malo es que Eduardo, en asuntos de amor, jugaba a las apresuradas damas y no al prudente ajedrez. Y lo sacaban a menudo de sus casillas.

Se sentía tan triste que se puso a bailar, bailar, bailar como una loca.

El problema de Eva, no siempre acuciante pero a veces incómodo, es que siempre se rinde ante los desencantos de los hombres.

Su abuela le decía: si no usas algo, apágalo. Él se hizo político, y apagó el cerebro.

Qué mirada tan trágica tienes, dijo él, embelesado. Va a ser que no, dijo ella, me hacen daño los zapatos.

Se sentía como un árbol de Navidad, lleno de luces para alegrar a los demás, e incapaz de moverse.

Le llamaban el Gato con vodkas. Arañaba y bebía demasiado. A menudo.

Tengo que dejarte, dijo ella, mi marido está entrando en casa, le mandaré que baje la basura y te llamo, ¿vale, mi amor?

Se pasó todo el partido insultando al árbitro. Cuando llegó a casa, su mujer le ordenó bajar la basura.