Un rey que, según la prensa seria, ya en su otoño que lame el invierno tiene cierta amistad con una mujer tan estupenda como la falsa «princesa» Corinna Zu Sayn-Wittgenstein no puede ser malo para sus súbditos, o lo que quiera que seamos los españoles. Un rey que bebe en África al anochecer como un elefante herido por una vida muy vivida, como aquellos hombres de antes que sabían acariciar y boxear, como Hemingway, Huston o el nunca bien ponderado Errol Flynn (quien, en su penúltimo año, se sentaba a leer toda la madrugada bajo un fanal rodeado de leones y hienas, bien armado de una botella de vodka), es un rey que no puede abdicar porque nos da ejemplo de cómo escenificar con cierta dignidad una vejez desafiante.

La vejez es una afrenta, y si te pones a cuidar el jardín o a hacer cosas de anciano le estás haciendo el juego al acabamiento. Tenemos un rey valiente que se rebela frente a lo inevitable sin ninguna posibilidad de ganar, como los grandes, y se pone a pegarle tiros al mundo, a amar y a beber, para olvidar que lo bueno se termina. ¿Hay algo más en la existencia? Una más para el camino, one more for the road. Si en la monarquía española tuviese que abdicar alguien, como se empeña Izquierda Unida, yo creo que lo suyo en todo caso debería ser la Reina.

La Reina es una gran profesional que, precisamente como profesional, debe comprender que la empresa pasa por momentos difíciles, y los puestos en todas las empresas se cubren o directamente desaparecen. Ella firmó, como si dijéramos, un contrato con la dinastía española, que muy probablemente ya no tiene mucho sentido, por cambio del objeto social. El único sentido que puede restar para mantener ese contrato es aquel que le daba al matrimonio el capo mafioso Paul Cicero, en «Uno de los nuestros», de Scorsese: «No te puedes separar, no somos animales». Pero eso no es suficiente en un mundo moderno en el que incluso las reinas son mujeres de su tiempo (por eso la propia doña Sofía, según dicen los cronicones, es feliz en cuanto traspasa la frontera española, pero para salir, no para entrar) y en que la mafia no tiene por qué dictar la moralidad de las monarquías. Llega un momento en que ni una alcoba italiana -aquella que tiene dos habitaciones separadas por un pasillo-, ni dos pisos distintos dentro de un mismo palacio son oxigenación suficiente entre dos personas que son ajenas.

En realidad, el matrimonio es eso: un proceso por el cual uno empieza durmiendo con alguien que no es ni de la familia y termina por no saber ni quién es. La Reina se ha desempeñado de forma impecable todo este tiempo, pero con una impecabilidad que se hubiese desarrollado exactamente de la misma forma en Luxemburgo. Es una altísima ejecutiva de la realeza, que ha cumplido a la perfección un trabajo de una gran especialización. Pero tengo para mí que la monarquía, por muy constitucional que sea, no es principalmente un trabajo. Es una encarnación del espíritu del pueblo, con su sol y sus correspondientes moscas.

Y me temo que don Juan Carlos nos resume mucho mejor a los españoles, por mucho que les pese a las estrechas periodistas de cámara que sólo comen poleo-menta.