Si tuviera que escoger entre todos los cambios que ha impulsado el rápido desarrollo de las tecnologías de la comunicación en los últimos años, sin duda me quedaría -por su absoluta inutilidad- con la acción de mirar al móvil en vez de mirar al cielo cuando queremos saber si mañana hará mal tiempo. Así me descubrí esta semana. Preguntándole a mi oráculo particular, que es la aplicación de The Weather Channel para iPhone, si iba a llover en las próximas horas. Nada de elevar el cuello, nada de mirar a ver si sólo hay nubes o se ve alguna estrella. Nada de atisbar la tormenta, de verla venir de lejos... tan sólo el iPhone y yo, satélite mediante o conexión wi-fi si la hubiera.

Y me llamó la atención la escena porque no hace mucho, en los últimos días del invierno, viví una situación bastante parecida y, todo hay que decirlo, bastante humillante. Unas seis personas viajábamos un fin de semana a Barcelona. Unas seis personas llegadas desde distintos puntos de España. Y unas seis personas que, una vez en la Ciudad Condal, nos vimos ataviadas con ropa de agua porque agua es lo que había asegurado el pronóstico del tiempo en nuestros respectivos dispositivos móviles.

La probabilidad era del setenta por ciento. Pero la realidad es que durante los dos días de fiesta ni llovió en Barcelona ni tuvo intención de hacerlo; algo difícil de remediar cuando las maletas ya habían sido cargadas con ropa de abrigo y agua. Así que ahí estábamos media docena de infelices, eso sí, todos de lo más moderno, con nuestros smartphones y sus carcasas customizadas, pero también con botas y chubasquero bajo un sol de justicia y los primeros grados primaverales que despedían el invierno. Una nueva versión de Paco Martínez Soria. Si quieren, una versión 2.0. En fin, pues aún con la experiencia cercana, y miren que a una se le queda cara de idiota vestida de lluvia bajo el cielo despejado de Barcelona, pues digo, aún con la experiencia cercana, estos días de lluvia incesante en los que la borrasca explosiva «Petra» se decidía a hacer o no de las suyas, me he descubierto mirando de nuevo al teléfono antes que al cielo, lo que me lleva a concluir que de los errores no es que no se aprenda, sino que rara vez se aprende a la primera.

Sin embargo, si algo asegura la supuesta revolución tecnológica, es que las máquinas no se equivocan. Son pura ciencia, más si son máquinas nuevas.

Es decir, que nuestra percepción de la infalibilidad, como bien explica el economista Han-Joon Chang en su último libro, «Veintitrés cosas que no te cuentan sobre el capitalismo», suele ir ligada a la idea de novedad, entendiendo por avances revolucionarios no los que promueven el cambio más profundo, sino los últimos en acontecer en el tiempo. Y, según él, a veces el desarrollo es más una sensación; un sabor de boca que algo tangible.

Pues en todo esto estaba yo pensando justo cuando la pantalla del móvil se me quedó en negro. Y ahí, presa del pánico por perder contacto con mi oráculo, con la maquinita que me dice si hará o no buen tiempo, que me traduce palabras al inglés, que me descarga el correo, que me avisa de los nuevos titulares aparecidos en prensa... fue cuando descubrí que si el iPhone se estropea o atasca no hay forma más efectiva de resolverlo que el tradicional: apagar y volver a encenderlo.

Lástima que en la vida no haya ese botón para el mal y los malos tiempos.