Edward Luce, director de la oficina del «Financial Times» en Washington, acaba de publicar un lúcido análisis sobre la actual coyuntura de los Estados Unidos en su libro «Time to start thinking» («Ha llegado el momento de ponerse a pensar»). Con la precisión de un cirujano, Luce disecciona las grandes tendencias globales que recorren la sociedad norteamericana y se muestra escéptico sobre su futuro. No se trata de algo nuevo. El declive yanqui ha sido una profecía recurrente en la historia -ya sea por la amenaza alemana, rusa, del Japón o de China-, sin que nunca se haya demostrado cierta. Sin embargo, el periodista inglés sostiene que ahora es distinto, al menos para la clase media. Citando al premio Nobel de Economía Robert Solow, Luce recuerda que el peso de los salarios en el PIB nacional se sitúa en mínimos históricos frente a la porción de la tarta que representan los beneficios de las grandes multinacionales. El trabajador medio se empobrece cada año, a medida que cuenta con menores prestaciones y se incrementa la inseguridad laboral. Solow explica que, «aunque las causas del debilitamiento de la clase media son complejas, no resultan ni mucho menos triviales». Cabe entonces hacer otras consideraciones: en primer lugar, preguntarse si esta tendencia es reversible o no; y en segundo, plantearse qué puede hacer una sociedad como la americana -o en nuestro caso, la española- si quiere asegurarse un futuro. El libro aboga por un gobierno inteligente que sepa generar crecimiento inteligente. De acuerdo, pero ¿cómo se cambia un país? ¿Y cuántas generaciones se necesitan para que las reformas den fruto? Algunas de las mejores páginas de «Time to start thinking» nos conducen a los estados del Medio Oeste, con ciudades como Detroit o Cleveland cuyas tasas de paro reales superan el 30%. Son estados que carecen de perspectivas industriales, donde los jóvenes emigran y los mayores permanecen atados a unas casas que no logran vender. Básicamente, lugares sin esperanza.

El debate que plantea Edward Luce es crucial para nosotros. Sujetos a la férrea ortodoxia de los halcones del euro, España se enfrenta en solitario a la crisis global de Occidente que, a su vez, pone a prueba la esperanza. Más allá del día a día, nuestro país precisa un marco de trabajo intelectual capaz de responder a esas preguntas que «no son triviales». ¿De qué modo restaurar la competitividad en la educación? ¿Cómo se puede compaginar una demografía en declive, el shock económico y la preservación a largo plazo del Estado del bienestar? ¿Cómo pasar de una economía basada en la deuda, la construcción y el turismo a otra orientada hacia el ahorro, la exportación y la innovación? Hace años que se habla de ello en mítines electorales, en charlas de café, en costosos «powerpoints» encargados a los think tanks cercanos al poder. Pero ha sido un discurrir cosmético, a la altura de una economía fácil que no necesitaba ponerse muchos interrogantes. Ahora, sin embargo, la calidad gubernamental es un factor clave de futuro y el contenido del debate tiene que mejorar forzosamente.

En las circunstancias actuales, uno puede caer en la tentación de pensar que somos una nación sin futuro. No es así. Existe una España moderna y productiva que constituye el mejor ejemplo de la sociedad que nos gustaría construir. Pienso en el nivel exportador de muchas empresas españolas que se sitúan al mismo nivel competitivo de las alemanas. Pienso en la calidad de algunas de las infraestructuras públicas. Pienso en la capacidad de reinvención de nuestros jóvenes, inmersos en un mercado laboral muy exigente. Pienso en la tolerancia y en las libertades democráticas ganadas con el esfuerzo de varias generaciones. Nada es definitivo si no queremos que lo sea.