Estaría bien escribir este artículo anunciando que hoy, 8 de marzo de 2012, se celebra por última vez el Día Internacional de la Mujer. Estaría bien poder comentar esa noticia porque estaríamos diciendo que, por fin, las mujeres ganan lo mismo que los hombres por hacer el mismo trabajo. Sería fantástico poner punto final a las reivindicaciones porque ya no hay nada que reivindicar, porque se habrían terminado la violencia doméstica, la explotación sexual, el tráfico de mujeres, los abusos, las violaciones, las humillaciones y siglos de tanta gente con capacidad de decisión que pudo hacer algo por las mujeres y sólo se limitó a hacer la vista gorda ante sus dramas.

Sería un privilegio estar aquí para decir que, de una vez por todas, todas las mujeres pueden decidir sobre su cuerpo, sobre su alma, sobre su presente y su futuro, sobre sus deseos, sobre sus bienes y sus negocios, acerca de con quién quieren y no quieren estar. Sería maravilloso que el 8 de marzo llegase a ser el Día Internacional de la Alegría, porque la alegría es femenino y porque en esa fecha ya sólo habría que celebrar haber conseguido la igualdad de una vez por todas y para todas. Los días de la mujer serían todos los del año. Y también los días de los hombres.

Las abuelas contarían a sus nietas que, hace muchos años, el 8 de marzo las mujeres salían a la calle porque, pese a ser mayoría en la sociedad, eran minoría en muchos lugares, sobre todo en los lugares en los que se decidían cosas importantes, y esa desproporción, esa injusticia manifiesta obligaba a protestar, a manifestarse y a no callar. En aquellos 8 de marzo ya felizmente superados, las calles se llenaban de voces en las que se pedía la igualdad, el fin de los abusos, de la violencia y de la discriminación por el mero hecho de ser mujer. Durante muchos años, y no sólo cada 8 de marzo, muchas personas clamaron por todas estas cosas con paciencia, con dolor, con esperanzas variables sobre la posibilidad de triunfar. Y las abuelas recordarían también cómo, contra todo pronóstico y cuando ya todo parecía perdido, llegó un tiempo en que la fuerza de muchas mujeres convenció a educadores, políticos, jueces, policías, ya fueran hombres o mujeres, y todos se pusieron de acuerdo en que las mujeres y las niñas tendrían los mismos derechos que los hombres y los niños. Sin excepciones.

El 8 de marzo de cada año sería el Día Internacional de la Alegría, en el que celebraríamos haber conseguido por fin una orden de alejamiento perpetua para el maltrato, la violencia física, el paternalismo, el acoso, la discriminación salarial, la humillación y todas las demás lacras que han convertido al sexo femenino en una mayoría minoritaria a la hora de decidir, gobernar, llevar las riendas de las empresas, las universidades o, simplemente, sus propias vidas.

Para que esta utopía llegue a ser realidad más pronto que tarde es necesario un esfuerzo de toda la sociedad. Un esfuerzo serio y convencido, no simples gestos cosméticos o debates que se quedan en lo superficial y se prolongan hasta el infinito sin profundizar en las verdaderas causas del asunto sobre el que se polemiza. Por ejemplo, se habla estos días del sexismo en el lenguaje cuando, desde mi punto de vista, aún queda por hacer, o al menos continuar, el debate profundo y sincero sobre el sexismo en la sociedad y sus repercusiones reales sobre el día a día de millones de mujeres y niñas. Nuestra responsabilidad como instituciones de defensa de los derechos civiles, el papel de la Administración y de todos los estamentos con influencia en la opinión pública y la conciencia colectiva son elementos fundamentales para que cada 8 de marzo sea un paso más hacia un futuro en el que la fecha de hoy sea la celebración de una igualdad plenamente conseguida.