Dijo en cierta ocasión que la calle era suya y ahora resulta que algunos ayuntamientos no quieren dar su nombre a ninguna. Me refiero a la polémica que en ciertos sitios se ha producido respecto a que Manuel Fraga figure en el callejero urbano.

Nunca he sido partidario de nombrar calles con políticos. Se suelen sustituir según el viento que sople. Mis padres vivían en una minicalle rotulada como Travesía de la Merced y un día de otoño se llamó General Solchaga, jefe de los requetés. Nuestra calle terminaba en Vicente Blasco Ibáñez, que por ser republicano fue sustituido por San Bernardo. Antes habíamos vivido en Pi y Margall, que dejó de llamarse así y pasó a ser de Los Moros.

Con estas mutaciones pueden enloquecer los taxistas y los empleados de Correos.

Dije en cierta ocasión que Gijón padece el síndrome de Estocolmo por dedicar una calle a Munuza, un recaudador de contribuciones que se llevó al huerto a la hermana del rey Pelayo. Su calle es más importante que la dedicada al citado monarca.

Las calles, avenidas, tránsitos, tendrían que llevar el nombre de filántropos, científicos, artistas que nada tuviesen que ver con la política (Dr. Jacobo Olañeta, Don Nicanor Piñole o Antonio Medio).

También hay nombres preciosos, como la berlinesa Avenida Bajo los Tilos, o una gijonesa, que desconozco dónde está, que lleva por nombre Camino de los Rosales.

Cuando vine a Madrid quise vivir en Estrella Polar y terminé domiciliado en Comandante Zorita (un piloto de la División Azul), personaje que respeto pero que de poético tiene bastante poco.