Javier Gallego y Miguel Á. Martínez, compañeros de andanzas europeas, me consiguieron en un lugar de su Mancha un libro sobre un pintor que llevó cine y un guiñol, «La Tarumba», a pueblos asturianos. Buscaba yo documentar mi modesta participación en el justo homenaje que el RIDEA prepara a su antiguo director.

Esa fuente me dejó tarumba al mostrar que, en 1605, fecha de la primera parte de «El Quijote», no había en La Mancha molinos de viento del tipo holandés, que proliferarían hacia 1610. Ya antes el Arcipreste de Hita se refirió al molino, pero no a ese tipo, antagonista del capítulo VIII de «El Quijote». Sus vestigios son hoy icono, marco de la más afamada de las hazañas y frustraciones del caballero, arquetipo de su genial delirio.

Pero, claro, Cervantes habrá conocido la actividad molinera holandesa por algún soldado preso en Argel, quizá combatiente en Mastrique, que, pese a su antigua nominación castellanizada, topónimo difundido por Lope de Vega, pasamos absurdamente a utilizar ahora su original de Maastricht para denominar el Tratado de la UE firmado allí en 1992.

Don Quijote pretendía con su acometida a los gigantes «quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra».

Como toda la legión de escritores y artistas, no hace más que responder al determinista impulso de la inspiración por el que Literatura y Arte, como rayo a trueno, se adelantan a la realidad. Cervantes sabía de los molinos holandeses, e incluso que se iban a instalar en donde estuvieron, pero en el momento de la escritura eran solamente virtuales ensoñaciones. Sucede algo parecido con la segunda parte cuando aparecen las carabelas en el puerto barcelonés, conforme al juicio del académico Martín de Riquer.

Desasosiega que Cervantes se adelante a la Historia. Es el sentimiento de Borges al analizar la intranquilidad del lector de «El Quijote» percatándose de que «El Quijote», en el pasaje de Cide Hamete, se lee dentro de «El Quijote».

En fin, he de consultar, en cuanto vuelva a Oviedo, a mis cervantistas amigos Emilio Mata, García Martín y Miguel Alarcos, pues resulta difícil imaginarme más idealizados los molinos que el caballero. ¿O es que sí había gigantes que no molinos, que impidieron su ansiada gloria?

Helmut Kohl fue auténtico gigante, su discípula Merkel lo es menos. Lo malo es que, con la misma disculpa quijotesca de la mala simiente, deuda que hay que borrar, se nos quiere dejar sin funcionar molinos, sin grano, sin piedra, ni viento, ¡de brazos parados! ¡¿Aún más?!... Hace bien el Gobierno español blandiendo que no cabe una rebaja tan radical en el déficit, para que quede viento y crecimiento, aunque un pasivo Panza no vea más que molinos, que sí hay gigantes y especuladores, más descarados y ocultos que los molinos, también holandeses y de otra tipología, teutónica o borgoñesa y hasta anglosajona.

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