El Tribunal Constitucional revoca la sentencia que anulaba el voto del emigrante asturiano, y estamos en la casilla de salida otra vez. Por si fuera poco, el tiempo pasa y no hay acuerdo entre las fuerzas políticas, ni entre las que tienen parentesco ideológico ni entre las que compartirían solamente la erótica del poder. Veo que hay dobles parejas, pero no hay manera de ligar el trío, y lo que es peor, ni una simple pareja que nos dé a los asturianos el triunfo de un Gobierno mínimamente estable.

La situación está llevando a la ciudadanía a un desencanto y a pensamientos políticamente incorrectos sobre lo que es la democracia, el juego electoral y el papel de los partidos políticos. La paradoja radica en que todos intuimos que, gobierne quien gobierne, el espacio para hacer políticas novedosas o ilusionantes es estrechísimo. No podemos ser tan grandones de pensar que un Gobierno autonómico asturiano salido «con fórceps» de las urnas puede tener la fórmula mágica para generar empleo, incrementar las infraestructuras públicas, incentivar a empresarios y además derramar el maná sobre los colectivos desfavorecidos (dependientes, discapacitados, emigrantes, parados de larga duración, etcétera). No sé quién gira la ruleta de la política, aunque sospecho que manda la economía, que, a su vez, está controlada por la banca, los «lobbies» y grupos de presión atizados por intereses ocultos y, cómo no, sobre todo, por las directrices de los grandes mamíferos (Alemania, EE UU, China y similares). Por si fuera poco, las grandes decisiones estructurales sobre la economía, las finanzas, las obras y servicios públicos prioritarios se condicionan desde el Estado, que a golpe del BOE nos regala un aluvión de normas (cargadas de futuro pero con presente tenebroso) que definen las reglas del juego a las que deben someterse las comunidades autónomas y los entes locales.

Y si hay poco que hacer al mando de un buque autonómico en aguas turbulentas y soportando una tormenta perfecta, cabe preguntarse cuál sería el fruto real de un pacto para gobernar esta pequeña ínsula asturiana. La cruel respuesta, liberada de la cómoda coartada del interés de Asturias y los asturianos, sería lisa y llanamente el botín del clientelismo. La Administración autonómica asturiana se ofrecería como un oasis para aquellos políticos del partido gobernante que en un contexto de crisis se sienten como galápagos sin concha y desean la seguridad de unos emolumentos públicos, además de poder compensar a correligionarios y compadres de los sinsabores del cuchilleo político. Ello, sin olvidar la oportunidad de promocionar en la carrera funcionarial a los fieles. Una vez colocada la tripulación, a esperar que escampe el temporal de la crisis.

Por eso, no me sorprende que en Asturias (y en España, diría) empiecen a cundir reacciones como la de los espectadores de un reciente programa televisivo mexicano, que, ante el debate de los candidatos presidenciales sobre sus programas políticos, mayoritariamente sólo prestaron atención a una azafata de escote generoso, lo que le hizo olvidar totalmente la palabrería de aquellos. Eso me recuerda el experimento del neurocientífico americano Daniel J. Simons, que hizo visionar un partido de baloncesto a varios voluntarios y, rogándoles que contasen el número de veces que se pasaban la pelota los miembros del equipo blanco, hizo circular por el campo a alguien disfrazado de gorila, dándose el resultado de que nadie se había percatado de tan extraña presencia. En definitiva, la atención es selectiva, y creo que la ciudadanía comienza a desarrollar un punto ciego de tremendo desinterés por los programas, los políticos y sus sempiternas promesas, optando por centrarse en asuntos más terrenales.

Lo cierto es que el tiempo pasa y Asturias está atrapada en un callejón político de difícil salida. Quizás deberían los parlamentarios asturianos, o sus paladines, encerrarse como los cardenales hasta que hubiera acuerdo o fumata blanca. O quizás más efectivo y en consonancia con los tiempos sería que se suspendiesen todos los derechos retributivos y prebendas parlamentarias hasta que el acuerdo aflorase. Y entonces, como el estribillo de la canción («dime que me quieres, aunque sea mentira»), hora sería de poner el contador a cero y, apelando a la generosidad ciudadana, volver a creer en nuestros gobernantes y su habilidad para hacernos recobrar tanto el respeto a las instituciones como la esperanza de un mundo a escala autonómica no sólo mejorable, sino mejor.