Probablemente nunca en la historia del mundo se ha hablado tanto como ahora de la libertad. Tal vez sea porque nunca hubo tan poca. Y no me estoy refiriendo a los regímenes dictatoriales. No, ni mucho menos. Aludo a la mordaza que incluso a quienes nos creemos muy libres nos pone a diario la realidad de este mundo cruel y voraz en el que nos toca vivir.

El bombardeo de los medios de comunicación, de las grandes fuerzas políticas, de la publicidad, es tal que ya el pensar por cuenta propia es un placer que casi nadie se puede permitir. Uno tiene que pensar lo que «se piensa», lo que «se dice», lo «correcto». La moda ha saltado de los vestidos a las ideas.

No se sabe quién fabrica la papilla mental de la que todos nos alimentamos. Pero es cierto que más que pensar nos lo dan pensado. Nos lo dan «masticado». Sólo tenemos que digerirlo un poco y ya está. Ya han conseguido de nosotros lo que querían: un triste y resignado becerro.

Uno, claro, desea la democracia, porque continúa considerando que es el menos malo de cuantos sistemas se conocen, y lo que más le gusta de ella es la idea de que siempre se respetarán en plenitud los derechos de las minorías. Pero pronto descubre que mejor es que te libre el todopoderoso (el de allá arriba) de ser conservador en un país de socialistas, o tradicional en una civilización en la que se lleve la progresía, o negro en un país de blancos, o blanco en un país de negros, porque de lo contrario saldrás mal parado.

Pero lo verdaderamente asombroso no es, tan siquiera, el comprobar el infinito número de pequeños dictadores que hay en toda la comunidad. Lo grave es que, además de recortar nuestra libertad de discrepar, tienen todavía suficientes argumentos para convencernos de que están respetando nuestros derechos y de que, si nos quejamos, lo hacemos sin ninguna razón. Con lo cual uno se queda sin el derecho y, además, con la mala conciencia de protestar injustamente.

Y por añadido está el lastre de la obligación de «pensar en bloque». En nuestro tiempo la gente no piensa en cada caso lo que cree que debe pensar. Más bien la sociedad te empuja a elegir una determinada postura ideológica-socio-política y, una vez adoptada, tú ya tienes que pensar forzosamente lo que «corresponde» a la postura elegida. Eso de que uno sea conservador en unas cosas y avanzado en otras es algo incomprensible, insoportable. Uno tiene la estricta obligación de pensar igual que sus amigos, que su grupo. Miren, por citar un ejemplo, cuando en el Senado o en el Congreso de los Diputados se ha de votar un tema, todos los miembros pertenecientes al mismo color político han de votar de igual manera. ¿Pero por qué? ¿Acaso en algunas cosas no pueden discrepar del resto de sus compañeros de formación? ¿Siempre han de opinar lo mismo? Desde mi punto de vista, eso es dictatorial. El derecho a la revisión permanente de las propias ideas se llama hoy incoherencia, ¡viva la democracia!

Lo mismo ocurre en la sociedad en general. Todos tenemos que leer los libros que nos «recomiendan» (de ello se encarga la publicidad), porque han ganado tal o cual concurso literario (habitualmente amañado), ver las películas que nos «aconsejan» (porque les han dado no sé cuántos premios, también apalabrados de antemano). Los hombres tenemos que ponernos una marca concreta de desodorante si queremos tener éxito con las mujeres (a pares). Y éstas tendrán que ponerse en la cara no sé qué mascarilla (y todas las noches) si no quieren que les salgan todo tipo de arrugas, ¡qué horror!

El conformismo se ha vuelto la gran ley del mundo. Y son cada vez más los seres humanos que abdican de la libertad de pensar a cambio de que les garanticen la libertad de ser igual que los demás y no hacer el ridículo. ¿No sería más práctico que nos fabricaran en serie como a los muñecos? Y habrá alguien que, con toda la razón, me diga: sí, tú, ve dando ideas...