Jim Rogers nació en 1942 en una pequeña localidad de Alabama. Al igual que otros grandes emprendedores, montó su primer negocio -compraventa de cacahuetes- siendo un niño, con apenas 5 años. Estudió becado en Yale y después en Oxford, graduándose en Historia, Política y Económicas. Al regresar a los EE UU se asoció con otro joven prodigio, George Soros, para crear uno de los primeros fondos internacionales de inversión: Quantum Fund. Eso sucedió en 1972 -con el crash petrolífero de 1973 a la vuelta de la esquina- y en casi una década consiguieron una rentabilidad del 4.200%, algo realmente inaudito. Cuando se retiró, Jim Rogers no tenía ni 40 años, convertido en multimillonario y decidido a recorrer el mundo en motocicleta.

Lo peculiar de Rogers es que no se enriqueció comprando empresas infravaloradas como hacen la mayoría de inversores en Bolsa. Él y Soros preferían actuar más como historiadores de las ideas o geoestrategas de la política que como analistas financieros. En una ocasión, Soros confesó que el único objetivo de su vida había sido entender las dinámicas con las que funciona el mundo. «Creo que lo he logrado», aseguró sin presunción. El modus operandi de Rogers es muy similar. Álvaro Vargas Llosa, en su librito «Príncipes del Valor», cuenta que a Rogers «no le interesaba tanto lo que una empresa había ganado en el último trimestre, sino cómo los grandes factores sociales, económicos y políticos alteraban el destino de una industria durante los próximos años». Así, una de sus grandes especialidades consistía en detectar países que estuviesen a punto de iniciar el despegue económico para invertir masivamente en ellos -el oro y el cacao, por ejemplo, de Bostsuana y de Ghana- o, por el contrario, apostar a la contra de modelos financieros no sostenibles, como hizo Soros con la libra esterlina en los años noventa. Viajero incansable y fino sabueso, Rogers ha sospechado siempre de los sesudos análisis de los banqueros y ha preferido perderse en los entresijos de cada país. El exceso de mercado negro o de economía sumergida, por ejemplo, le invitaba a desconfiar de un país en concreto.

¿Por qué les hablo de Rogers? Fundamentalmente porque creo que su capacidad de análisis ilustra alguno de los grandes cambios que se están viviendo. Rogers interpreta el crash actual como una crisis de deuda, pero también como un desplazamiento de los ejes de influencia. «El poder está virando otra vez -escribe- de los centros financieros a los productores de cosas reales: la agricultura, las minas, el petróleo o el gas». El argumento que emplea es sencillo: si la economía mejora, la demanda tirará de los precios de las materias primas. Si no lo hace, los bancos centrales se verán obligados a imprimir dinero, devaluando aún más el precio de la moneda, lo cual también beneficiará a los propietarios de bienes reales. De hecho, Rogers lee la Historia como una sucesión de ciclos más o menos estables en los que el endeudamiento masivo juega en contra de la prosperidad. Por ello mismo, las sociedades con grandes tasas de ahorro -como las asiáticas- están llamadas a dirigir el siglo XXI. «Si eras inteligente en 1807 -afirma una de sus máximas más conocidas-, te mudabas a Londres; si eras inteligente en 1909, te mudabas a Nueva York; si eres inteligente hoy, te mudas a Asia». En este sentido, Rogers considera que el futuro de los países periféricos del euro es poco halagüeño. Irlanda, Grecia, Portugal y España son naciones altamente endeudadas y poco productivas. Como ha sucedido siempre, el ahorro y la productividad determinarán el progreso de las sociedades.