Con irritante contumacia la neumonía no quiere abandonarme y me catapulta al hospital cada tanto. Un buen invento; especialmente para quienes vivimos solos y hemos comprobado que la asistencia domiciliaria, esa escurridura de la dependencia, es algo que disfrutan los elegidos. La dolida gente vamos al hospital, es decir, nos llevan tras un avatar traumático o una decisión clínica fundamentada. La primera vez que pisé un hospital debió de ser a la edad de doce o trece años, llevado por mi padre, jefe externo de la sala número trece, para averiguar con discreción si mi bamboleante adolescencia me inclinaba hacia el hermoso de curar los cuerpos de mis contemporáneos. Siempre lamenté no hacerlo.

No debió de ser un buen día y me quedé sin un avistamiento de aquel dispensario de humanidades. Era el Hospital General que ha dado en el Centro de Arte Reina Sofía, en Madrid. Enormes naves con techos de cinco metros y doble fila interminable de yacijas, donde el dolor lo curaba embozarse en sufrimiento aceptado. En aquella época -años 30 del siglo pasado- a los hospitales se iba a morir, entre los grupos de estudiantes que hacían la visita con el profesor y el paso fantasmal de las monjas deslizándose sobre un rodamiento de bolas de terciopelo.

Medicina interactiva con inicio de las sociedades filantrópicas y los seguros privados, con el médico de cabecera como gobernador de la salud y de la vida. Ahora, la medicina está socializada, pagada por adelantado y con responsabilidades estadísticas independientes. La atención primaria en ambulatorios desbordados emplea buena parte del tiempo en el despacho de recetas y el supuesto control de bajas sospechosas. Una aduana con escasos remedios que empuja al egoísmo general por la gatera de urgencias, donde, en muchas ocasiones se inicia el diagnóstico y llevan a cabo pruebas no siempre justificadas. Se notan la crisis, la ausencia de recursos, el personal quizá no correctamente atribuido a funciones semejantes y lo que produce innecesarios desdoblamientos.

Estos centros asturianos, que ahora frecuento a ritmo inmoderado, acentúan una virtud hospitalaria novedosa, el elenco de enfermería, mayoritariamente femenino, dispensa un trato jovial y animoso, excelente para la inclinación gemebunda de los pacientes ancianos, entre los que milito. No suelen producirse las irrupciones nocturnas despertando a los que duermen, sino el bisbiseo tranquilizador. Desde el HUCA y su providencial servicio de silicosis -y su doctor Sala Felis-, el mejor de España, dicen, hasta los visitados de San Agustín en Avilés y el Municipal, los recuerdos son buenos, y los resultados.

Una pequeña crítica en este saldo de aciertos: en la Residencia, entre tantas prestaciones de estos transatlánticos varados, que suministra la prensa diaria para muchos, una necesidad o un alivio. Según comentarios no profundizados, la encomienda favorece a una empresa familiar de discapacitados. ¡Loable decisión! Solo que esta pequeña factoría de periódicos, revistas, novelas, chucherías solo funciona como los bancos: cinco días; sábados y domingos no se cubren y días feriados en el comercio. Entendí algo de esta actividad en la distribución y sólo he conocido millonarios entre sus elementos importantes. Pero tenían un secreto, por cierto, mal guardado: trabajaban todos los días, devolvían el sobrante y cuidaban del negocio. Quizá haya una cláusula, pero parece erróneo confundir una confortable discriminación con una flojera laboral fuera de lugar.