Más de 190 países intentan, en Río de Janeiro, llegar a un acuerdo para iniciar una transición mundial a una economía verde que preserve los recursos naturales del planeta e impulse la lucha contra la pobreza, cumbre que nace bajo el umbral del pesimismo. Más cuando al país anfitrión, Brasil, le acaban de entregar las ONG ambientalistas el premio «Fósil del día», una irónica condecoración que otorgan cada día de las negociaciones al país que menos contribuye con el medio ambiente. Tampoco acudirán a la cita el presidente estadounidense, Barack Obama -siendo como es la primera potencia en emisión de gases con efecto invernadero-, ni la alemana Angela Merkel, ni el inglés David Cameron, que sí estuvieron en México en la cumbre del G-20 y son tres líderes clave para la firma de resoluciones que preserven los recursos naturales del planeta. Todo bajo el auspicio de Naciones Unidas, organismo inútil que si no es capaz de intervenir en Siria para proteger la vida de los niños, cómo lo va a ser para racionalizar el consumo excesivo del capital natural de la Tierra cuando el tiempo se acaba. Qué fue del acuerdo de Cancún celebrado en 2010 sobre cambio climático, en el que se aprobó, para evitar un calentamiento global de más de dos grados centígrados, reducir en más de la mitad los 50.000 millones de toneladas de gases con efecto invernadero. Dicen los profesores José Antonio Ocampo y Nicholas Stern que «los países ricos son claramente responsables, por la mayoría abrumadora de las emisiones históricas y todavía emiten muchas veces más que el promedio mundial. Por ejemplo, Estados Unidos emite alrededor de 22,1 toneladas per cápita y la Unión Europea, unas 9,4 toneladas. Por eso, dichos países deben liderar con su ejemplo, reduciendo masivamente sus emisiones. Hay que rebajar las emisiones por debajo de las 5 toneladas per cápita para el año 2030 y 2,5 para 2050, con el objetivo de evitar un calentamiento superior a los dos grados centígrados». Efectivamente, el tiempo se acaba. Parece que fue ayer y ya han transcurrido dos décadas desde la Cumbre de la Tierra de Río; sólo quedan dos y cuatro decenios para alcanzar dichos objetivos. Como quien dice, a la vuelta de la esquina. Retraso peligrosísimo que nos puede llevar a un punto sin retorno.

En 2002 un grupo de científicos dirigido por Mathis Wackernagel llegó a la conclusión de que en torno a 1980 las demandas colectivas de la humanidad habían superado por primera vez la capacidad reproductora de la Tierra. A partir de entonces estamos pidiéndole más de lo que puede dar de forma progresiva. No hay duda de que ha llegado el momento de decidir si lo que interesa es continuar apostando por un modelo de crecimiento económico trasnochado, burbuja económica que en escaso tiempo arruinará los recursos naturales, o, por el contrario, impulsar con firmeza una alianza de naciones, un acuerdo mundial, para cimentar, sin fisuras, un desarrollo sostenible.

Cambio climático = hambre = desigualdad es el axioma que resume los objetivos de Río+20. Se trata de 1) Promover el crecimiento económico y superar la pobreza. 2) Aumentar la justicia social y reducir la desigualdad. 3) Proteger el medio ambiente y nuestros espacios comunes: océanos y atmósfera. Para conseguirlo necesitamos una economía que no destruya los sistemas naturales y, para reducir las emisiones de dióxido de carbono, aumente la productividad energética mediante el hidrógeno, que ni contamina el aire ni altera el clima del planeta; la energía eólica y la luz solar. Es imprescindible una economía ecológicamente sostenible que invierta en el futuro medioambiental de la Tierra y, a la vez, solucione los problemas sociales. Quizás, aunque suene a broma, tendríamos que fundar una organización ecologista mundial con poder sobre las naciones.