Y en medio de este desastre, ¿quién rescata a los ciudadanos? El verano llega lleno de cargas inmediatas, las subidas de los impuestos, la luz, el gas, la gasolina, los medicamentos, y otras asomando por el horizonte, el IVA y el IBI. Todos los gobiernos dan prueba de soberana agilidad para meter la mano en los bolsillos de los contribuyentes y de patosa torpeza para prescindir de la grasa que atenaza sus organismos inútiles. Con las finanzas públicas en estado de guerra, las administraciones atacan desde todos los frentes, el estatal, el autonómico y el municipal, pero no se atreven a intervenir donde realmente está el daño.

Sólo escapan a esta voraz avalancha los ciudadanos en la miseria, que tampoco ven mejorar con ello su inadmisible situación, y los más pudientes, a los que nunca les faltan mecanismos ni asesores financieros que les alivien del Fisco. Así que el peso de la factura acaba por trasladarse a los funcionarios, los profesionales liberales, los autónomos y los asalariados, ese estamento medio que garantiza el equilibrio social y la reducción de las desigualdades. A este grupo, en España y en Asturias, la crisis le viene haciendo mucho daño. Las consecuencias pueden ser terribles. Ya lo advirtió Fukuyama: «La democracia liberal en el mundo occidental no sobrevivirá a un declive de las clases medias».

Para llegar a fin de mes ya no basta con tener un empleo. Lo conoce bien una organización humanitaria como Cáritas, que el año pasado atendió en el Principado a más de 35.000 personas, de las cuales alrededor de 8.000 solicitaban ayuda por primera vez. No son ni marginados, ni sin techo, ni inmigrantes, ni ovejas descarriadas fruto de ambientes desestructurados. Son las principales víctimas de esta recesión. Matrimonios, españoles, de entre 25 y 45 años, con hijos a su cargo, que no pueden soportar más costes. Familias de esas que hasta hace bien poco la gente calificaría de solventes o incluso de acomodadas.

El bienestar ha retrocedido diez años y hay quien prevé que será necesario que pasen otros diez para remontar. Serían dos décadas perdidas. España alcanzó por primera vez el nivel medio de renta europea en 2001. Justo en 2007, antes de estallar la crisis, lo superó. Ahora ya está otra vez por debajo. Cada español dispone de 1.500 euros anuales menos que antes del pinchazo en lo que supone uno de los mayores desplomes de la UE. Los hogares de este país son, con los irlandeses, los más castigados. Un paro creciente y unos salarios menguantes los debilitan. También la evaporación de los ahorros y una fiscalidad elevada, que en Asturias está por las nubes.

Algunos analistas calculan que el incremento de los impuestos estatales supondrá 675 euros de media a cada contribuyente. El Gobierno central necesita un nuevo bocado de 12.000 millones, y puede que no sea suficiente. A las pensiones ya les vaticinan un descuadre de entre 5.000 y 10.000 millones de euros. Y los pesimistas prevén que al ritmo que crece el paro habrá que obtener 3.000 millones adicionales para subsidios. Si finalmente del rescate de la banca responden las arcas públicas será necesario sumar otros 15.000 millones en intereses.

No hay que llegar al extremo de entender los impuestos como una expropiación, aunque a veces lo parezca. Nadie puede discutir la justicia de una carga tributaria razonable. Pero no vamos a poder tapar esos agujeros ni salir del bache acosando con nuevos gravámenes a los ciudadanos productivos. Al asturiano que madruga cada mañana para ganar el pan con su furgoneta es difícil pedirle competitividad encareciendo el litro de carburante en 9,8 céntimos, 5 para una «tasa verde» del Gobierno central y 4,8 del Principado para sufragar la sanidad.

Las administraciones gastan demasiado y de forma muy poco eficiente. Equilibrar las cosas no significa multiplicar la recaudación sino practicar una austeridad responsable que acote despilfarros, como los de tantas empresas pública baldías. Las familias españolas deben 866.000 millones de euros que apenas han podido menguar desde que empezó este calvario. Más IVA, más IBI, más inventos aumentan el peso de los sacrificios. Es como pretender salir de una borrachera ingiriendo otra ronda de alcohol.

Sin crecimiento no hay vida y el crecimiento nunca llega con impuestos excesivos. Las deudas únicamente se pagan generando riqueza. Todo lo demás contribuye a engañarnos, a retrasar, a lo sumo, la debacle. Lo decisivo no es aumentar la fiscalidad de forma abusiva, un torpedo directo a la línea de flotación del motor de progreso. Lo decisivo es incentivar la prosperidad y el desarrollo y prescindir de los gastos inútiles. Una clase media fuerte constituye una fuente estable de consumo de bienes y servicios, esa demanda interna tan imprescindible para la buena marcha del negocio.

Tony Judt, al que tanto cita ahora el nuevo presidente regional, afirma en su testamento intelectual, un libro dictado cuando la enfermedad le consumía: «Lo maravilloso de la construcción de los estados del bienestar fue que el principal beneficiario fue la clase media». Ahora podemos ahogarla con impuestos. La solución no consiste en esquilmar a la clase media, sino en darle motivos para que cree riqueza que luego pueda ser justamente redistribuida.