Un peligro de la ciberdependencia es llegar a creer que no hay más mundo que el que circula en la red. Para empezar es por completo ineficiente para aliviar -no ya resolver- los problemas que preocupan a los ciudadanos. En el caso de España, la crisis económica, el paro, el descrédito de la política y cualquiera de los que pueblan los sociobarómetros del CIS. Contra todo optimismo, no ha logrado suplantar siquiera los procedimientos tradicionales de movilización o agitpro, y ahí están Gordillo y sus amigos para demostrarlo. Al contrario, los hace más valiosos frente a los banales trending-topics. Véase la sensación causada en casi doscientos países por la restauración amateur del mediocre Ecce Homo deteriorado en una iglesia de pueblo. Estos grandes asuntos se esfuman sin dejar huella, con la misma rapidez con que son inflados. Despilfarrar así la inmensa capacidad de intercomunicación de la red es el mejor argumento impugnatorio de sus presuntos valores.

Por otra parte, es frecuente que las aportaciones sensacionales no tengan credibilidad hasta que las recogen los mass media de siempre. Es el caso de los secretos de espionaje difundidos por Julian Assange a través Wikileaks. Los afectados miraron para otro lado hasta que aparecieron en cinco diarios de papel con presencia internacional. Ahí empezó el lío que está en su punto candente con el casi literal secuestro de Assange en una Embajada y el esperpento diplomático entre Ecuador, que le concede asilo, y Gran Bretaña, que lo pondrá entre rejas en cuanto saque un pie a la calle. Curiosamente, las críticas más solemnes contra el perseguido no cuestionan a los diarios citados sino al patrón del negocio en la red. Por lo visto, hay dos clases de mensajeros y el que merece la muerte es tan sólo el cibernético. Nueva prueba de las diferencias de credibilidad entre unos y otros medios y los efectos que provocan. Viniendo a lo más reciente, las fotografías del príncipe Harry en bolas circularon inocuamente en la red y se hicieron escandalosas cuando las reprodujo un periódico amarillo del señor Murdoch.

Algunos negocios espectaculares de internet tienen los pies tan frágiles como sus contenidos. El joven Marck Zuckerberg, creador de Facebook, calificado de genio informático, está en la cuerda floja tras el desplome de sus acciones, que han perdido la mitad del valor a sólo tres meses de su salida a Bolsa. Este descrédito financiero de una empresa que valía teóricamente mil millones de dólares oscurece el futuro del portal más expansivo a escala mundial, en el que han tenido carta de naturaleza las mayores trivialidades, sin que se sepa qué han dado a la sociedad más allá de una ilusoria libertad de expresión que preocupa poco a quienes dirigen la política y la economía del mundo desarrollado.

La aportación social de estos inventos sigue inédita por mucho que se adjudique un cambio fundamental del paradigma de la intercomunicación. Los secretos revelados, la mundialización de los datos y las opciones de opinión -o desahogo- en interminables cadenas de pequeños mensajes todavía pertenecen a un área de realidad distinta de aquella que ocupan los verdaderos juicios de valor y el liderazgo de la influencia. El gran cambio está dejando pendiente su propio cambio y el camino es más largo de lo que parece. Al andarlo, machadianamente hablando, se reajustarán las piezas que equilibren la necesidad probada y la supuesta. Las victorias efímeras de la cibermanía exigen buenas botas para una larga marcha.