Es rubia y tiene aires de amanecida, conoce el esfuerzo y la ansiedad, es culta y lleva sus pensamientos enredados en las partituras, se desplaza liviana y, al hacerlo, trae alegría y un sosiego que es al tiempo saludo y signo. Un signo que parece pedirnos paciencia y decir: «Esperad que vais a ver lo que soy capaz de hacer».

Los ojos, azul sereno, tienen entre ellos ritmo y rima de verso pulido. Son ojos que proporcionan nutriente, pues ha de saberse que amores hay alimentados exclusivamente de ojos, puesto que de ellos extraen los mejores trofeos.

Y los hoyitos que luce en las mejillas son de una picardía infinita, arte puro en el rostro terso, un adorno de filigrana: ¿nacería con ellos o le habrán surgido como hermanos de ese guiño que a veces nos lanza con los ojos?

Porque es de saber que los hoyitos misteriosos que muchas mujeres gastan y que a tantos enloquecen son a veces congénitos, pero otras resultan ser una suerte de habilidad adquirida en el trasiego de los encantamientos a que estas mujeres son tan aficionadas. En este caso, pienso -aunque carezco de pruebas fidedignas- que se trata de un hechizo, un embrujo que se activa a voluntad para ensimismarnos, para que nos abstraigamos por completo y nos dejemos mecer por ellos: perdidos, desasidos, fatalmente imantados...

Sus cantos son viejos, muy viejos, a veces acumulan polvo de siglos e incluso de olvidos, y, sin embargo, de pronto con ella resucitan, cobran vida y resurgen entre las neblinas, se yerguen espabilados como la primavera se yergue apasionada y apretada de abundancias después del invierno lastimero y melancólico. Entonces esos cantos atraviesan el espacio con una flexibilidad juvenil, como flechas fabricadas a base de fantasía, y se oyen nítidos entre los instrumentos afinados y las dulzuras de sus sonidos para acabar fabricando, allá en los hondones de muchas almas, arrebatos memorables, pese a su fugacidad esquiva.

La música nunca cansa porque es propietaria de un milagro, el de la perpetua renovación. La música es así eterna y, cuando todas las juventudes mueran, seguirá allí lozana, erguida, y sus suspiros levantarán más ecos que todas las pasiones humanas juntas. ¿Alguien podría ver una y otra vez «Las bodas de Fígaro» si así no fuera?

Quien oye a la rubia de ojos azules y hoyitos en las mejillas ya no es capaz de desasirse de su voz. Se llama Elina Garanca, mide 1,80, es letona y ha hecho muchas óperas, entre ellas «Così fan tutte», «El barbero...», «La cenerentola», «Werther», «Carmen»... y canta como ninguna extranjera lo ha hecho la romanza «Las carceleras» de «Las hijas del Zebedeo» del maestro Chapí y otras piezas del repertorio de la zarzuela española.

En Berlín protagonizó la airosa letona una velada dedicada a la música española de zarzuela que siguió, entre varios miles de espectadores, la mismísima señora canciller -wagneriana convicta y confesa- con una cara de la que había logrado expulsar a las primas de riesgo y los desaguisados bancarios para instalar en ella por un rato el goce y el asombro estético.

Aquí, en España, de la zarzuela nos hemos olvidado y apenas ya se representa, fuera de alguna ciudad privilegiada como Oviedo. Se ve que Federico Chueca, Tomás Bretón, Ruperto Chapí, Pablo Sorozábal y Moreno Torroba no forman parte de nuestro patrimonio cultural ni de esas identidades a las que tanto brillo sacamos en los rincones de la España plural.