No hay que darle vuelta ni devanarse los sesos: el arte se ha hecho para ser sentido, no para ser comprendido. Hay que hacer caso omiso de quienes, para eludir el compromiso de disfrutarlo, admirarlo o admitirlo, argumentan que no lo entienden. El gozo de la cosas bellas de la vida, la naturaleza y el arte, no implica necesariamente su conocimiento. Por encima de todo es contemplación. Indagar en lo que se desconoce nos ayudará a hacer más agradable y positivo nuestro tránsito por la vida, dándole un sentido más profundo y útil, mostrándonos, en definitiva, su plenitud. Y para descubrir nuestra riqueza interior debemos abrir de par en par las ventanas del entendimiento. Ningún viaje nos proporcionará más oportunidades para enriquecer el patrimonio del conocimiento que el navegar por los ríos de la vida.

La ópera, sin duda, es una de las grandes manifestaciones de la cultura creadas para el goce de los sentidos. Obligado es advertir que también en esta actividad, como cualquier otra, han de roerse huesos. Un espectáculo operístico integra diversas expresiones artísticas: música, canto, danza, escenografía, coreografía, puro teatro, en definitiva. Para la contemplación y disfrute en toda su magnitud, además de un mínimo de sensibilidad, se requiere agudeza visual y capacidad auditiva, instalándonos así en el escenario propicio para el asombro estético. Aunque al principio no se digiriera convenientemente, el conocimiento y la experiencia harán que el disfrute vaya in crescendo. Cuando el arte se pone al servicio de la música y de la palabra a través de ese instrumento mágico que es la voz humana, el gran espectáculo de la ópera adquiere la categoría de una de las más sublimes contemplaciones e impresiones que el ánimo pude percibir. Conviene advertir que resulta más fácil expresar ideas que transmitir sensaciones. En el espectáculo de la ópera, se percibe una emoción indescriptible, cuando sus protagonistas logran una brillante interpretación, en un aria, un dúo, concertante o coro, acompañados por la música, claro está, que lo envuelve todo mediante la sinfonía trazada en el pentagrama de la partidura.

Oviedo y, por ende, Asturias, tiene la gran suerte de poder disfrutar de su temporada de ópera, que en la presente edición suma 65 años de representaciones en el teatro Campoamor, que cumple ahora 120 años. Esta trayectoria contribuye notoriamente a la acertada marca «Oviedo es música» y, lo que es importantísimo, hace años nadie podía pensar que se llegaría a contar con el concurso de dos orquestas en la región como la Orquesta Sinfónica de Asturias y la Orquesta Oviedo Filarmónica, sin necesidad de recurrir a formaciones de otras comunidades. También cabe la enorme satisfacción de que la temporada cuente con un propio y excelente Coro de la Ópera.

Es obvio que la ópera de Oviedo y el teatro Campoamor están intrínsecamente unidos, hasta el punto de que aquélla no existiría sin éste. Así lo atestigua el inolvidable Luis Arrones (a quien un día bautizamos como «El Cid Campoamor»), gran aficionado y crítico que nos legó el testimonio fehaciente de este binomio en sus obras: «Teatro Campoamor, crónica de un coliseo centenario, 1892-1992» e «Historia de la Ópera en Oviedo».