Aquel 20 de noviembre en que Rajoy consiguió una amplia mayoría absoluta muchos analistas de urgencia volvieron a equivocarse. Aquí el problema, aunque hay que reconocer que puso en ello todo el empeño con sus vaivenes y demagogias, no era Zapatero, sino el sistema. No, don Mariano, como los hechos demostraron, no tenía una varita mágica para enderezar el maltrecho rumbo de la economía española; tampoco demostró en sus actuaciones que hubiese en él una decidida voluntad de regeneración de la vida pública, ni de poner coto a los privilegios, más injustificados que nunca, de la mal llamada clase política. Aquí el problema -insisto- no era sólo que nos gobernase un partido político en manos de alguien tan inconsistente como Zapatero, sino un sistema en el que los dos grandes partidos cada vez se parecen más, sobre todo en sus defectos. Un sistema en el que el susodicho bipartidismo agoniza, tal y como vienen revelando unas encuestas que manifiestan su contrariedad ante la gestión del Gobierno de Rajoy, y que, por otro lado, no reflejan que el PSOE esté recuperando la confianza del electorado.

En el año transcurrido desde que don Mariano ganó las elecciones, el paro sigue aumentando cada mes, el malestar social continúa «in crescendo» y el desapego de la ciudadanía hacia los políticos no deja de incrementarse. No es suficiente formar un Gobierno donde la indigencia intelectual no dé la nota, tal y como sucedía con Zapatero. Como se ve, la obediencia debida (por no decir sumisa) a los mercados no es causa de despegue económico. Y, así las cosas, me encantaría saber si el señor Rajoy se pregunta en sus meditaciones para quién gobierna.

Los frentes que tiene abiertos son de una gravedad superlativa, empezando por el paro y la crisis económica que está trayendo consigo episodios trágicos que deberían hacer reflexionar a más de uno, y continuando con la vertebración territorial de España en un momento en el que la vieja fórmula del «café para todos» está muy lejos de ser eficaz.

Y al error antes apuntado consistente en creer que aquí había una formación política seria, el PP, y otra, sin peso ni discurso, el PSOE, hay que añadir algo no menos grave cuya responsabilidad recae en el Ejecutivo, en el partido que lo sustenta y en sus mariachis mediáticos: los tiempos que vivimos no permiten gobernar con la prepotencia de la mayoría absoluta, sino que obligarían a conducirse con una actitud dialogante, en la medida en que se están tambaleando los cimientos sobre los que se construyó la transición. Cierto es que semejante cuestión no sólo se la debe plantear el Gobierno de España, sino también el resto de partidos e instituciones, así como unos sindicatos que, en un momento como éste, en el que son más necesarios que nunca, adolecen de una pérdida de credibilidad que ellos mismos han generado con una acumulación de errores en muchos casos imperdonables.

Aun así, la actitud constructiva y dialogante tendría que partir de un Gobierno al que le toca enfrentarse a una crisis que hasta el momento no ha sabido no ya derrotar, sino ni tan siquiera combatir. Un Gobierno que, para mayor baldón, se reclama reformista, y emprende una reestructuración del sistema educativo que empieza por no consultar al profesorado su parecer, un profesorado al que prometieron dignificar, pero que se encuentra con las mismas condiciones de trabajo, más alumnos y más horas lectivas. Y el Gobierno de Rajoy lo primero que se plantea es habilitar pruebas de reválida en todos los niveles, en lugar de reformar unos planes de estudio que renuncian al conocimiento y al esfuerzo. ¿Acaso necesitan hacer reválidas sobre un sistema de enseñanza en el que no creen, o se trataría, antes bien, de reformarlo a fondo? ¿A quién pretenden engañar?

De todos modos, el balance que se puede hacer tras un año de mayoría absoluta del PP no invita precisamente al optimismo. La crisis económica y la vertebración territorial obligan a unas hojas de ruta marcadas, entre otras cosas, por soluciones pactadas. Y en Rajoy no se ve esa voluntad. También haría falta un esfuerzo de acercamiento a una ciudadanía que sufre las consecuencias de una crisis que viene dada, no sólo, pero en no pequeña parte por la mediocridad, incapacidad de una mal llamada clase política que, ni en el Gobierno ni en la oposición, parece muy dispuesta a renunciar a sus prebendas y sinecuras.

Y, por otro lado, los tijeretazos están siendo demasiado apresurados; cargan con ellos trabajadores y usuarios, al tiempo que no se racionaliza la gestión lo suficiente. Y muy mala pinta tiene, siguiendo con los recortes, que se vean afectados ámbitos como el de la investigación que es, por esencia, una apuesta de futuro.

Este Gobierno conservador y de derechas debería tomar nota de que, entre las pocas cosas que se pueden situar en el haber de sus antecesores de hace cien años, se encuentra su apuesta por mejorar las universidades, mientras que ahora sólo sufren recortes y la endogamia continúa intacta.

Un año de mayoría absoluta. Un año para el inconformismo y -¿por qué no decirlo?- para la indignación.