Si a algunos de los lectores les parece demasiado fuerte el título, no lo es más que la indignación del que esto escribe y de un número cada vez mayor de personas de cierta sensibilidad ante el bárbaro desprecio a todo lo público que demuestran muchos de nuestros compatriotas.

Uno encuentra hermosos paseos junto al mar, cuya construcción, muchas veces con la ayuda de fondos europeos, ha costado tiempo y dinero, en los que no sólo se han arrancado trozos de la barandilla que los protegían, sino que se han destrozado farolas y otros elementos del mobiliario urbano.

Y si uno acierta a pasar por allí un fin de semana, a esos destrozos se sumará el bochornoso espectáculo de cascos de botellas de bebidas alcohólicas, de latas de cerveza o de refrescos, de bolsas de plástico y mucha otra basura que los participantes en el botellón de la noche anterior no se han tomado la molestia de recoger. ¡Ya lo harán los basureros, si es que no están de huelga porque el Ayuntamiento les debe varios sueldos mensuales!

El mismo panorama se encuentra el excursionista en pinares, zonas de montaña, playas de dunas donde las autoridades locales se han tomado incluso la molestia de colocar pasarelas de madera para una mejor protección del entorno y en muchos otros parajes naturales que deberían inspirar a cualquier persona que no sea un bárbaro mayor respeto.

¿Y qué decir de tantas calles de nuestras ciudades los fines de semana, con vómitos por las aceras, rastros de meadas, excrementos de perro que nadie ha recogido, botellas vacías, papeleras arrancadas de cuajo y contenedores tirados por los suelos? Todo ello también a la espera de que llegue el camión de la basura.

A uno no se le olvidará nunca la regañina recibida de adolescente en una pequeña estación de tren suiza cuando se le ocurrió tirar al suelo el papel que envolvía el caramelo que acababa de llevarse a la boca. Una señora de cierta edad se le acercó desde lejos por el andén para criticar con toda la razón tan incivil comportamiento.

Hoy, al menos en nuestro país, quien se atreva a amonestar en público por conductas mucho más censurables se arriesga a recibir en el mejor de los casos algún insulto por meterse donde no le llaman.

Está cada vez más claro que el respeto a lo público, a lo que es de todos porque entre todos lo hemos costeado y a todos nos beneficia, es algo que hay que inculcarle al individuo desde niño, y no sólo en la escuela, sino sobre todo en el seno de la familia. Y que hay que empezar por las cosas aparentemente más inocentes como puede ser el hecho de tirar unas cáscaras de pipas al suelo.

Cuando tantos programas del más frívolo entretenimiento se emiten por nuestros medios públicos, ¿no merecería la pena hacer una imaginativa campaña para acabar con esas conductas que tan mal hablan de nuestro sentido cívico y que tanto deberían avergonzarnos ante propios y extraños? ¿De qué sirve, por otro lado, la tan criticada por algunos educación por la ciudadanía?