José Barreiro (1908-1975) fue, durante treinta años, y desde la zona del Alto Garona en Francia, el máximo coordinador de los socialistas del exilio y de los socialistas de la resistencia en el interior, como secretario de la Comisión Socialista Asturiana.

En la reciente ceremonia de dar a una hermosa plaza de La Felguera el nombre de José Barreiro (LNE 24-10-2012) se cumplió el sino que acompañó siempre en su vida al maestro de la II República y destacado socialista del exilio. Como Barreiro había nacido en Sama (1908), no faltó el vecino localista que lamentara que la plaza del homenaje estuviera en La Felguera. No fueron suficientes todos los esfuerzos que, a comienzos de los años ochenta del pasado siglo, hizo Aladino Fernández, como buen alcalde que fue, para que los langreanos superaran el feroz localismo que antaño se manifestaba, en su forma más simpática, en la rivalidad del Racing de Sama (después Langreano) y el Círculo Popular de La Felguera. José Barreiro, un hombre pacífico que siempre soñó con volver a ser el maestro de la Joécara, resultó víctima del conflicto de la Guerra Civil y de un largo exilio, hasta el 18 de agosto de 1975, en que murió -poco antes de que lo hiciera Franco- en Chaum, Alto Garona, muy cerca de la frontera española del valle de Arán.

José Barreiro hizo la carrera compatibilizando el trabajo en Carbones La Nueva con los estudios en la Escuela de Magisterio de Oviedo. Pronto alcanzó prestigio como profesor, como tantos maestros de la II República.

Dos eran las frases que más se oían en la soleada mañana de la inauguración de la placa en la plaza José Barreiro: «Ya no quedan políticos tan honestos y sacrificados como Barreiro», y «nunca hubo maestros como aquéllos de la República».

José Barreiro fue secretario de la Comisión Socialista Asturiana en el exilio, desde 1945 a 1975. Desde la zona de Toulouse y el Alto Garona contribuyó decisivamente a mantener vivas las actividades políticas de los socialistas asturianos del exterior y de la resistencia en la clandestinidad. Probablemente se debió a la labor de hombres como Barreiro que, desde la transición a la democracia hasta la actualidad, ganando unas veces y perdiendo otras, nunca se diera, hasta ahora, en Asturias una debacle electoral del Partido Socialista. Sin embargo, hay que subrayar que en la política asturiana hay, sin duda, en todos los partidos, una gran mayoría de personas honestas que salen de la política igual de pobres o ricas que entraron. Lo cual no quiere decir que igualen en coraje personal y en sacrificio a José Barreiro, una cumbre y un ejemplo de lo que puede aportar una vida a la política democrática.

La gran estimación de la enseñanza pública en la II República procedía, sobre todo, de las ideas ilustradas y europeizantes de la Institución Libre de Enseñanza, para las que la ignorancia y el atraso están en el origen de todos los males. Estas ideas, difundidas desde el Gobierno por políticos como Fernando de los Ríos, ministro de Justicia y de Instrucción Pública entre 1931 y 1933, y por el catalán Marcelino Domingo, máximo inspirador del magisterio republicano, dieron un gran prestigio al nivel más elemental de la enseñanza pública.

Merece una reflexión sobre cómo aquel magisterio, que no contaba con las actuales tecnologías ni con la ayuda de los formalismos de los pedagogos actuales, alcanzó tanto reconocimiento entre quienes fueron sus alumnos. Estimación que contrasta con la falta de aprecio en la opinión pública de nuestra actual democracia hacia los niveles elementales de la enseñanza, donde un 30% no acaba la Secundaria, pero donde hasta un 40% inicia una carrera universitaria, dándose una proporción en la distribución de los estudiantes bien diferente de la habitual en los países europeos más desarrollados.

La escasa valoración social de los primeros niveles de la enseñanza, incluida la Formación Profesional, ya se manifiesta en nuestros usos lingüísticos. Ciertamente, no se llamaba durante la II República a los niveles educativos de Primaria y Secundaria con la negativa definición actual de «enseñanzas no universitarias». Ya advertían los clásicos que las definiciones negativas son con frecuencia imprecisas y despectivas. Pues «enseñanzas no universitarias» son también las vinculadas al aprendizaje de hampones y timadores, que Baroja señala en «Mala hierba», «todos los oficios que un hombre puede ejercer no siendo persona decente: prestamista, policía, jefe de clac, zurupeto de la bolsa, agente de quintas, curial, revendedor y gancho». Sea dicho, con perdón de los policías que, en una democracia, ejercen un papel honroso.

La valoración positiva de la Universidad se refiere más al rango social que representa que al entusiasmo por la investigación. Que entre las primeras 400 universidades del mundo no figure ninguna española sólo preocupa de verdad a los investigadores; al resto lo que de verdad nos disgustaría es que la selección nacional de fútbol perdiera el título de campeona europea o campeona mundial.

Es muy difícil determinar qué grado de enseñanza es más decisivo en la formación de una persona. Podríamos recurrir a opiniones cualificadas, como la del premio Nobel J. Heckman, quien, como no pocos psicoanalistas, defiende como decisiva la educación en la primera infancia. Hay una frase que vincula la patria al lugar donde cada uno hizo el Bachiller, para subrayar la importancia de la adolescencia, como E. A. Hamshek. Pero, si nos atenemos a las confesiones personales, el momento más importante puede darse en cualquiera de los tres niveles. Así, por ejemplo, el lógico Alfredo Deaño, uno de los asturianos más eminentes de los últimos tiempos, aunque nacido en Ribadeo, señalaba siempre que sus maestros fueron Francisco Vizoso, latinista en el Instituto Jovellanos de Gijón, en el Bachiller, y Gustavo Bueno, en la Facultad de Filosofía y Letras de Oviedo. Y, recientemente, con motivo del fallecimiento de Julio Antolín, maestro nacional procedente de la II República, sus antiguos alumnos de la escuela de la Gesta de Oviedo le rindieron homenaje: «Para nosotros -escribe Fernando Ariznavarreta, profesor de la Escuela de Minas de Oviedo- era y será siempre el Maestro» (LNE 23-05-2012). Probablemente, la distinción de Max Scheler entre valores básicos, más necesarios, y valores superiores, más estimables, pueda servir para articular la valoración de los diferentes niveles de enseñanza.

Pero el lenguaje nunca es inocente, «es la casa del ser» (Heidegger), y la definición negativa de las enseñanzas Primaria y Secundaria como «no universitarias» es ambigua y vejatoria. Procede, en sus primeras formulaciones de algunos pedagogos discípulos próximos de Víctor García Hoz («El concepto de lucha en la ascética española y la educación de la juventud», 1940), y de la teresiana señorita Galino («Los tratados de educación de príncipes», 1945), a finales de los años sesenta del pasado siglo en la Universidad Complutense de Madrid. De allí pasó a los sucesivos planes de enseñanza hasta ser aceptada por todos los partidos políticos y por la opinión pública. Esta desafortunada definición no se vio favorecida por las renovaciones periódicas de vocabulario que realizan habitualmente los pedagogos.

El homenaje al maestro de Sama y político coherente y honesto José Barreiro es una buena ocasión para aprender y tomar ejemplo de muchos aspectos positivos, todavía hoy vigentes, de la tan denostada II República Española.