La primera pregunta bíblica que me plantearon en los inicios de mis estudios bíblicos en Roma no tuvo lugar en el aula, sino en los pasillos de la Universidad Gregoriana, en aquellos momentos previos a mi primera lección romana. Vino de boca de un compañero canadiense que me espetó: «¿A que no sabes cuáles fueron exegéticamente las exactas palabras que el ángel Gabriel le dijo a María en la anunciación?». Fingí no saber la respuesta para que así pudiera completar la gracia en su incipiente italiano. Respondió, mientras literalmente se descacharraba de risa: «No temas, María, ¡que sólo soy un género literario!». Aunque le reí la ocurrencia, lo cierto es que ya conocía el chistecillo desde el Seminario. En realidad, el no tan inocente chascarrillo supone el botón de muestra de una corriente de estudios bíblicos, enraizados en las posiciones bultmanianas más radicales que, en su intento de diseccionar el texto de la Sagrada Escritura aplicando los métodos histórico-críticos de análisis de fuentes y tradiciones, ha ido desembocando en una cierta crisis resultante del posmodernismo en sus distintas formas. Y no es que estos métodos sean inválidos, ni mucho menos, sino que se ha comprobado a lo largo del tiempo que han de ser completados con otras enriquecedoras aproximaciones como las sociológicas y un largo etcétera. La verdad es que con tanta meticulosa disección de la palabra de Dios nos habíamos quedado en puro hueso filológico con el que un pobre caldo teológico cocíamos.

En el reciente libro del Papa sobre «La infancia de Jesús», que supone el tercer volumen dedicado a Jesús de Nazaret, precisamente se aclara que los relatos sobre su infancia contenidos en los evangelios no son meras leyendas, historietas o reconstrucciones más o menos fantásticas en torno a su persona. Jesús de Nazaret, nacido paradójicamente a caballo entre los años 6 y 7 antes de Cristo (a causa de la deficiente datación de Dionisio «el exiguo»), es un personaje histórico. Por cierto, que ya hace tiempo que constato que para no escribir a./d. C. (antes/después de Cristo) algunos historiadores escriben «a./d. E. C.» (antes/después de la Era Común). Pues me temo que la susodicha «Era Común», al menos para la cultura occidental, no la marca otro dato que el nacimiento de Cristo, que se pretende obviar.

Los relatos de la infancia de Jesús para el Papa, tal como declara en su libro, son «historia, historia real, acontecida, claro, historia interpretada y comprendida con base en la Palabra de Dios». No estamos tampoco ante «midrashas», comentarios al estilo judío de la palabra de Dios. Para Ratzinger, Mateo y Lucas se inspiran en tradiciones familiares en las que María constituye en sí misma una de sus fuentes. Sabe muy bien que la corriente exegética moderna considera algo «ingenuas» estas asociaciones con María, pero se pregunta entonces «¿por qué Lucas habría inventado la afirmación sobre el custodiar las palabras y los eventos en el corazón de María, si para todo ello no había una referencia concreta?». Para el Papa, María, por su discreción, claramente no podía convertirse en fuente de tradición pública hasta después de su muerte.

«El cristianismo es, sin duda, la influencia más significativa y duradera de cuantas han configurado el carácter y la cultura de Europa (y, por tanto, de Occidente) en los dos últimos milenios». No lo digo yo. Lo dice categóricamente el catedrático de Teología de la Universidad de Durham, en Inglaterra, James D. G. Dunn, en su libro «Christianity in the making: Jesus remembered», traducido al español como «El cristianismo en sus comienzos: Jesús recordado».

Me ha alegrado ver las reacciones -me perdonan si digo que algo frívolas e insustanciales- recogidas en casi todos los medios de comunicación acerca de la supuesta eliminación del buey y la mula del portal de Belén por el Santo Padre. Entre los «ho, ho, ho» de los Papá Noel de importación, los colegios infestados de Halloween y dentro de poco, ¡y si no al tiempo!, el Thanksgiving Day, que provocará un añadido «pavocausto» español al ya tradicional de Navidad, es un consuelo que los más humildes personajes del portal de Belén -el buey y la mula- hayan despertado tantas simpatías y apoyos ante la supuesta e inexistente amenaza del tijeretazo papal.

Por eso me siguen sorprendiendo cada año las noticias sobre algunos colegios, afanados en llenar sus aulas de telarañas, brujas y murciélagos (contra los que nada tengo si se trata de que los niños se diviertan) y después objetan el colocar un belén por aquello de respetar la no confesionalidad. Dejemos claro que el Papa jamás ha dicho o insinuado que se quite ningún personaje del belén tradicional. Y tampoco se han de quitar los ríos de plata que en Belén, desde luego, no se hallarán, ni el castillo de Herodes, que estaría en todo caso en Jerusalén, y así un largo etcétera. Y los Reyes Magos seguirán siendo tres, aunque en el evangelio de Mateo, el único que los menciona, no sean «reyes», sino sólo «magos», y tampoco se explicite su número, que hemos deducido por aquello de los tres presentes que portaban: oro, incienso y mirra. Pues bien, dejemos al buey y a la mula en su lugar habitual porque el silencio de los evangelios canónicos sobre su presencia no invalida una tradición secular afianzada en la tradición belenista. En torno al precioso portal de Belén, de sobrar, lo único que sobran son algunos rebuznos extemporáneos en su contra.