El sábado día 5 se cumplieron veinte años de uno de los viajes más tristes (fue un viaje de invierno) que hube de hacer a Madrid. Blanca Andreu me había telefoneado al periódico muy temprano para anunciarme la muerte de Juan Benet esa misma noche en su casa de Pisuerga, 7, en la Colonia del Viso, el lugar donde tantas cosas aprendí y tantas olvidé, por fortuna ambas. De modo que, mal digiriendo aún la noticia, tomé un autobús para despedir a quien pocas semanas antes me había desaconsejado que lo visitase: «No te tomes la molestia de venir, Tesinando. No merece la pena», dijo más o menos. Sobre él acabaría escribiendo mi tesis doctoral que, con las pertinentes modificaciones, publicó Alfaguara. Lo que no sabía entonces, si bien me las temía, eran las cosas que dejaban de existir cuando Benet bajaba a la tumba del cementerio de La Almudena.

«Veinte años no es nada», escribió Le Pera y cantó Gardel: falso, en este caso. Juan Benet fue, amén de ingeniero y escritor (sigo el orden con que él mismo pautaba sus dos ocupaciones principales), un tipo y un personaje. Un tipo en cuanto que ejemplo característico de una especie (la de autor), pero también por haberse conducido como persona extraña y singular. Un personaje por su representación en la vida pública, a la que contribuyó, a veces, atrayendo sobre sí las más encendidas iras, como cuando criticó la mala estructura de los gulags soviéticos por haber permitido que de ellos saliese Solzhenitsyn o cuando pidió el «sí» a la entrada de España en la OTAN, más otras faltosadas a las que tanta inclinación sentía. Pues bien, tras estos veinte años que han pasado ni hay ya «autores», ni el libro en tanto que instrumento que los aupaba pinta nada. Internet y los móviles se los han llevado por delante. En 1993, a la tumba del cementerio de La Almudena bajaba con Juan Benet aquel modo de entender la cultura como una actividad social de peso, basada en el libro, en la presencia del autor en prensa (e incluso radio y televisión), en la consideración del escritor como alguien que tenía cosas importantes que decir y a quien se escuchaba con interés y éxito de público en unas reuniones, llamadas conferencias, hoy ya periclitadas sin remedio. Claro está, aún seguimos algunos en la trinchera, aborreciendo esa idea de la cultura como espectáculo que hoy parece primar: los pocos amantes de la lectura de libros, con lo que tal menester conlleva de sosiego, reflexión o sereno disfrute y con lo que en mucho se aparta de la prisa, la inmediatez y el atolondramiento reinantes y causantes de tanta mentecatez que anda suelta por ahí. Acaba de estrenarse, por ejemplo, en Lisboa, con gran dignidad, la pieza teatral benetiana «Agonía confutans»; la Universidad Diderot-París prepara un coloquio internacional bajo el título «Juan Benet y los campos del saber»; se reeditan las obras de nuestro autor, para regocijo y cansinas puyas de los muy perseverantes antibenetianos de guardia, a quienes, ay, atienden tan pocos como al propio Benet. Pero, en definitiva, la presencia en la vida pública real y eficiente con que hoy cuenta un escritor, pues ni siquiera casi cabe hablar de «autor», ni sombra es de lo que fue, ocupado su puesto por tuiteros, blogueros, facebookeros y tuentieros, sustituidos sus libros por mensajes de 140 caracteres.

Baste un ejemplo. La pregunta que más tengo que responder en estos días en que prosigue la modesta promoción de mi «La lengua y la vida» no es otra que: «¿Dónde puedo comprar tu libro?». Cuando respondo educadamente que en una librería, me imagino la posible respuesta de Juan Benet si se viese en semejante trance: «En los más afamados establecimientos de lencería fina o, naturalmente, en las tiendas de objetos piadosos, caballero». Y todo en veinte años.