Dentro del pacto suscrito el 19 de diciembre de 2012 entre Convergència i Unió y Esquerra Republicana figura, en primer lugar, la formulación por el Parlamento autonómico de una «Declaración de soberanía del pueblo de Cataluña», que tenga por objeto fijar el compromiso de dicha Asamblea «con el ejercicio del derecho a decidir» del pueblo catalán. Tal pronunciamiento, previsto para una próxima sesión plenaria, se iniciaría con la afirmación de que «el pueblo de Cataluña tiene, por razones de legitimidad histórica, carácter de sujeto político y jurídico soberano», según el documento que ambas fuerzas políticas han hecho público el 10 de enero. ¿Ha de merecer semejante proclamación una respuesta sólo política (ya sea contundente, ya contemporizadora) por parte del Gobierno central o demanda también una reacción jurídica?

Para responder a este interrogante hay que rechazar las ambigüedades y las distorsiones lingüísticas y conceptuales tan típicas del tramposo vocabulario nacionalista. Reivindicar la autodeterminación territorial supone una opción ideológica perfectamente lícita. Otra cosa es que su ejercicio por el electorado catalán requiera la previa reforma constitucional, reforma que el Parlamento de Cataluña puede proponer al Congreso de los Diputados. Ésa resulta ser la vía procedente en nuestro derecho y la que los soberanistas no desean transitar.

La Cámara catalana aprobó el 27 de septiembre de 2012, pocos días antes de su anunciada disolución anticipada y de la convocatoria de nuevas elecciones, una resolución en la que «constata la necesidad de que el pueblo de Cataluña pueda determinar libre y democráticamente su futuro colectivo e insta al Gobierno (de la comunidad autónoma) a realizar una consulta, prioritariamente en la próxima legislatura». Esta consulta, sin embargo, no puede celebrarse, según el texto constitucional (artículo 149.1.32), sin la preceptiva autorización del Estado, carece actualmente de previsión legal (cuya regulación compete también al Estado: sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010) y nunca tendría efectos vinculantes, salvo que lo dispusiera así la Constitución misma. Además, aun si se le otorgara un mero carácter prospectivo y no vinculante, su establecimiento por la legislación estatal implicaría, a mi juicio, un fraude constitucional, ya que, frente al poder de reforma de la norma suprema configurado en su artículo 168, se alzaría una nueva legitimidad política, que podría enarbolarse, sobre todo en los foros internacionales, contra un Estado remiso a reconocer una eventual voluntad secesionista plebiscitariamente manifestada. No nos engañemos: el potencial simbólico de un referéndum favorable a la secesión sería inmenso y su efecto desintegrador ineluctable.

Como el Estado, presumiblemente, no va a autorizar el referéndum que los nacionalistas reclaman, la tosca maniobra urdida por éstos es aprobar una ley catalana de consultas no referendarias, que ya estaba tramitándose parlamentariamente en la legislatura anterior y que CiU y ERC quieren reactivar. La idea consiste en no denominar referéndum al referéndum, sino consulta, utilizar el padrón municipal respectivo en lugar del censo electoral y sustituir por otros órganos de garantía a las juntas electorales. Semejante argucia -fruto de la demostrada capacidad para el derecho ficción de los juristas de Cámara del Institut d'Estudis Autonòmics de la Generalitat- pretende utilizar torticeramente la doctrina de la STC 103/2008 sobre los perfiles exactos de lo que debe entenderse por referéndum. Ahora bien, dado que el Gobierno impugnará sin duda por fraudulenta esa ley de consultas aparentemente no referendarias, sino virtuales y metafísicas, y obtendrá del TC la automática suspensión de su vigencia, no le quedará entonces al nacionalismo otra salida que la de efectuar la convocatoria de un plebiscito ilegal.

Para ese previsible escenario han de ir preparando los independentistas, entre otras armas, la artillería institucional. Y lo primero, de acuerdo con el programa conjunto CiU-ERC y el texto del documento del 10 de enero, es efectuar una solemne «Declaración de soberanía del pueblo catalán» por parte de su Parlamento. No será tal «Declaración», todavía, una proclamación unilateral de independencia, pero sí un acto de oposición frontal a la Constitución y, por tanto, de desvinculación de la fuente de validez del ordenamiento jurídico estatal. Dado que el artículo 1.2 de nuestra ley fundamental determina que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» (también, pues, los poderes del Parlamento y del electorado catalanes, que son poderes subordinados, no soberanos), la «Declaración» proyectada contradice la esencia misma de la Constitución vigente y reivindica para Cataluña la competencia de las competencias, es decir, el poder supremo. ¿Va a tolerarlo el Gobierno del señor Rajoy?

Siempre habrá quien sostenga, incluso en el Partido Popular y en el Gobierno (y, desde luego, en las filas socialistas y sus allegados mediáticos, contrarios éstos a «un uso formal y nominalista de la Constitución», concebida, pues, como un chicle), que la «Declaración» habría de reputarse en todo caso de acto de mero valor político, sin trascendencia jurídica. Se trataría, en suma, de una efusión sentimental, insusceptible, pues, de recurrirse en vía jurisdiccional, cosa que hasta podría tacharse de exageración impolítica. ¡Pero menudas tragaderas requiere negar valor jurídico nada menos que a una declaración de soberanía! Por consiguiente, y puesto que todos los poderes públicos, y entre ellos el Parlamento de Cataluña, están sujetos a la Constitución -que el Gobierno de la nación, muy especialmente, ha de hacer respetar so pena de quedar privado de legitimidad-, debe acudirse forzosamente al recurso previsto en el artículo 161.2 de nuestra Carta Magna. Este precepto diseña un cauce procesal que en el supuesto que contemplamos parece más idóneo que el de tipo conflictual (artículo 161.1 apartado c) y faculta al Gobierno para impugnar ante el Tribunal Constitucional «las disposiciones y resoluciones adoptadas por los órganos de las comunidades autónomas», lo cual produce su inmediata suspensión. Un repaso de la doctrina del TC en las dos sentencias citadas acerca de quién es, en el sistema constitucional español, el titular de la soberanía permite predecir sin esfuerzo adivinatorio alguno el contenido de su fallo sobre la «Declaración» parlamentaria que CiU y ERC van a presentar.

Si el Gobierno actúa con firmeza y serenidad, no encontrarán entonces los soberanistas otro camino que la abrupta senda de lo fáctico. De ahí que traten de buscar, obrando con una deslealtad que no se permitiría en ningún otro país, el apoyo de estados extranjeros a sus pretensiones. Mas también ahí sabe el Gobierno qué deberes tiene que hacer.