Asistimos a un imparable proceso de atracción del sector público por el mercado, en múltiples frentes y con diversa velocidad de crucero. Desde el gerencialismo de sus directivos a la cultura de los resultados, donde el ciudadano es un cliente y Standard & Poor's, más temido que el Tribunal de Cuentas.

Hay también un acercamiento del mundo de la contabilidad -tanto privada como pública- eliminando las antiguas barreras conceptuales entre ambos sectores. Caen las fronteras físicas e intelectuales entre las legislaciones de los estados. Así, el organismo internacional de los contadores, la IFAC, emite las normas internacionales de contabilidad del sector público y acaba de aprobar un marco conceptual único para sus 127 países miembros.

En este contexto, las naciones modifican la legislación buscando mejorar no sólo la calidad de la información contable, sino aumentar la confianza de los ciudadanos en sus instituciones. No obstante, en el corto plazo, los aspectos culturales son más difíciles de cambiar por imperativo legal. Así lo prueba un reciente estudio publicado en el «American Journal of Economics and Sociology», que resalta la importancia de las diferencias culturales entre los directivos de una treintena de países a la hora de manipular los datos contables de las empresas, con independencia de la normativa legal existente en cada caso; es decir, aunque España tuviera el mismo marco legal que Holanda o el Reino Unido, éste no sería suficiente para reducir los maquillajes y subterfugios porque ciertos elementos que pueden parecer fundamentales en algunas culturas pueden ser menos importantes en otras.

Desde hace años asistimos en España, con cierta regularidad, a un debate académico y profesional sobre cómo incorporar auditores privados al sector público; más concretamente, en la esfera local, donde colisiona con la tradicional y acreditada figura del interventor. Al mismo tiempo, el programa electoral de Mariano Rajoy parecía dar ciertas «chances» al prometer una ley de control y auditoría única para todo el sector público español y exigir «la realización de auditorías financieras, operativas y de cumplimiento a todas las corporaciones locales con más de 5.000 habitantes». Todo ello en un mejorable marco de rendición de cuentas municipal, como ha puesto de manifiesto estos días LA NUEVA ESPAÑA, ante el bajo porcentaje de rendición -tanto dentro como fuera de plazo- que culmina con la amenaza del Ministerio de Hacienda de suprimir -por ley- los ayuntamientos más contumaces.

El verano pasado, la Cámara de los Comunes británica nombró una comisión «ad hoc» para realizar un análisis técnico del proyecto de ley de Auditoría Local, que culminará con el cierre definitivo de la antigua Audit Commission, mediante la externalización de todo su trabajo. El texto podría estar en vigor en 2015 y las autoridades locales nombrarán sus propios auditores a partir de 2016, con un modelo similar al privado: convocar un concurso público cada cinco años para designar a una firma de auditoría, todo ello bajo la tutela del Ministerio, que sólo intervendrá ante incumplimientos, sancionando la falta de nombramiento, en el marco de una enorme privatización del Estado.

El sistema propuesto busca sustituir -en palabras de sus promotores- la «auditoría costosa y el régimen de inspección» de la comisión de auditoría por un «sistema más ágil y transparente» que establezca una especie de central de compras que designará auditores colegiados para los ayuntamientos a quienes «ofrecer óptimos honorarios de auditoría». La comisión de expertos ha advertido que el modelo contiene «serios riesgos y deficiencias que podrían debilitar la rendición de cuentas», así como socavar el principio de auditoría independiente en el sector público.

¿Podría hacerse algo similar por estos lares? Con independencia de la tradicional presencia del auditor británico en sus municipios -que lleva muchas décadas-, no podemos olvidar la diferente concepción de la Administración y de la función pública en ambos países. El debate es evidente, impulsado por los colegios profesionales y los despachos de auditoría, que ven aquí una nueva vía de negocio, hasta el punto de promover la incorporación de una enmienda a la ley de Transparencia en el Congreso de los Diputados para que sea obligatoria la auditoría anual en las cuentas de los ayuntamientos con más de 5.000 habitantes.

Mucho me temo que serán las grandes firmas quienes se beneficien de los encargos. Esta misma semana, Carlos Puig de Travy, presidente del Registro de Economistas Auditores, denunciaba algunos casos de contratación de servicios de auditoría para entidades públicas en las que en lugar de exigir estas capacitaciones técnicas y experiencias concretas se solicitaban niveles elevados de facturación o de capital, que sólo favorecen el oligopolio en el sector. Algo habitual en la contratación pública en defensa de los intereses públicos, pero no tan claro en el mercado de la auditoría.