Cuando yo era un chavalín (por cierto así empieza una tonada compuesta por un amigo querido) iba de excursión a Aboño con los compañeros de colegio. Primero en autobús hasta El Musel. Luego «a pata» hasta el arenal atravesando el túnel del ferrocarril. Cuando tocaba marea baja hacíamos unas porterías y echábamos un «cuadrín». La explanada, que dejaba libre el agua, era magnífica. Solo una roca, más o menos central, interrumpía la planicie. Pero el agua subía, poco a poco iba inundando el terreno de juego y borraba las líneas que habíamos hecho con los pies. Era el momento de retirarnos prudentemente y hacer barcas de arena. Se trataba de muretes cerrados, levantados con las manos, que intentaban frenar el avance del mar. Pero era inútil. Por más arena que pusiéramos, más fuerza que hiciéramos con pies y con las manos, aún poniendo piedras de refuerzo, la mar ganaba, se llevaba por delante y sin contemplaciones, nuestra construcción. Cuando ya era evidente que las olas sobrepasarían nuestra barrera, nos echábamos a lo largo y dejábamos, con un cierto gozo, que el agua nos sobrecogiera con su frescor. Era un destino ineludible. Nuestra faena era propia de imbéciles, pues estaba abocada a un final obligado y sombrío. Sin embargo, cada tarde volvíamos a intentarlo, inasequibles al desaliento, dispuestos a tentar una vez más la suerte y afrontar de nuevo el reto. Era una batalla perdida a la que siempre retornábamos. Éramos niños y jugábamos.

Sí señores, doy fe de que en Aboño había una playa. También de que tenía dunas y, entre ellas, merenderos donde las familias pasaban la tarde del domingo. Puedo asegurar que el río era navegable y por él circulaban barcas de remos. Doy fe de que se trataba de una playa peligrosa por sus corrientes y de que la mar bajaba mucho, dejando un amplio arenal ideal para jugar al futbol. Se lo puedo asegurar querido lector, aunque ahora suba a la Campa Torres, mire al valle de Aboño y le cueste creer mis palabras. Cuando lo hago con mi hijo, este me mira con ojos incrédulos y piensa que su padre sueña. España vive una ensoñación, le han dicho que las cosas son de una manera y no pueden ser de ninguna otra, que su destino es ineludible y se lo ha creído. Y se ha sentado a ver como sube la marea, como arrasa las porterías y las líneas del campo de futbol. Y no ha hecho nada, porque está convencida que poner resistencia era de idiotas. Y no hay lugar para los idiotas, para aquellos que piensan que pueden variar su destino. Solo hay sitio para los que aceptan la domesticación.

Ya no queda nada de la playa de Aboño y eso me entristece. Pero también tiene un regusto sombrío percatarse de que ya nadie construye barcas de arena. Cada vez somos menos los que estamos convencidos de que las cosas son como son, pero pueden ser de otra manera.