Jesuita, pero a la vez devoto del pobrecillo Francisco de Asís, el nuevo Papa que toma su nombre de ese santo acaba de renunciar al piso de lujo que el Vaticano les pone a sus jefes de Estado. Quiere así dar ejemplo de modestia a los fieles, aunque ello suponga dejar en mal lugar a quienes lo precedieron en el cargo y acaso levante la sospecha de que el Pontífice haya sufrido el contagio de los hábitos populistas del peronismo.

Aboga a favor de esta última hipótesis el propio Perón, quien sostenía que todos los argentinos son, por definición, peronistas. Interpelado por un periodista sobre la composición ideológica de la sociedad rioplatense, el general admirador de Mussolini detalló que un 25 por ciento de los ciudadanos de su país eran radicales, un 20 por ciento conservadores, un 15 por ciento socialistas y un 10 por ciento comunistas. La respuesta sorprendió, lógicamente, a su entrevistador. «¿Y los peronistas?», repreguntó el asombrado reportero. «Ah, no: peronistas somos todos», le aclaró Perón.

El peronismo, que tuvo una curiosa secuela en la España de Zapatero, consiste básicamente en halagar al pueblo diciéndole lo que quiere oír y obsequiándolo con toda suerte de dádivas, aunque no haya dinero para pagarlas. Dinero había, ciertamente, en la Argentina gobernada por el general Perón en tan gran abundancia como para permitir a su esposa Eva Duarte que montase una oficina desde la que regalaba a sus descamisados cualquier cosa de la que éstos tuvieran menester. Máquinas de coser, dentaduras postizas, juguetes y hasta casas nuevas del trinque formaban parte del reparto universal de bienes que constituyó la esencia de aquel primer peronismo. Una extraña mezcla de socialismo y caridad con resultado de ruina.

Tuvo que ser Jorge Luis Borges, un raro argentino que no terciaba en la causa de Perón, el que acudiese a la ironía para definir esas prácticas. «¿Los peronistas, dice usted? No son buenos ni malos: son incorregibles».

Sería una irreverencia tachar de incorregible al nuevo Papa argentino que, por otra parte, tiene aún tiempo por delante para corregirse, si ése fuera el caso. Algo de populismo hay, sin embargo, en su primera decisión de renunciar, por lujoso, al alojamiento que el Vaticano reserva a los pontífices.

Por franciscana que sea, tal medida interfiere con la necesaria majestad y el distanciamiento que deben adornar a ciertas organizaciones milenarias. Con la Iglesia pasa más o menos lo mismo que con las monarquías, siendo como son, las dos, instituciones venerablemente antiguas. Aunque tal vez se les haya pasado su tiempo -o justamente por eso-, lo propio de una y otra sería seguir manteniendo la distancia con los fieles que otrora fue la base de su prestigio. No lo entendió así el Vaticano cuando quiso ponerse al día, con la desdichada consecuencia de que el «Réquiem» de Mozart y la divina música de Bach dejasen paso a la misa campestre de Carlos Mejía Godoy y los perjúmenes de Palacagüina. Lógicamente, la Iglesia no ganó nuevos devotos y, en cambio, se le fue la parroquia de toda la vida.

Bien está la vocación de pobreza, pero quizás el Papa Francisco debiera tomar ejemplo de la reina de Inglaterra, que no duda en mantener sus palacios, desfilar en carroza rodeada de lacayos, ataviarse de armiños y lucir la corona que simboliza su rango. Poco duraría su reinado si se pusiera en plan peronista para fingir que es pobre.