Paso por Asturias para renovar alguno de esos documentos administrativos que nos permiten acreditar ante terceros que seguimos «vivos y cotizando». Concluidos los trámites, marcho con el buen amigo que me ayudó a cumplimentarlos hacia la aldea de Cortes, en la montaña de Quirós. Él va a cumplir una promesa en la capilla del beato Melchor García Sampedro, un mártir asturiano tenido por milagrero, y yo no tengo mejor cosa que hacer. El viaje resultó muy ameno. El imponente macizo central está cubierto de nieve y hay que ponerse gafas oscuras para soportar una luz cegadora. Pasamos Trubia, todavía más melancólica desde que se anunció el cierre de lo que fue una importante fábrica de armas, Proaza, en su hermoso valle, dejamos a un lado Teverga y enfilamos hacia Quirós mientras el coche serpentea por una carretera estrecha monte arriba. La aldea de Cortes, donde está la capilla en honor de San Melchor, son cuatro casas que humean para combatir el frío. El recinto religioso, restaurado gracias a las aportaciones de sus devotos, tiene aire acondicionado y unos baños muy limpios. Don Miguel, el cura, que atiende quince parroquias por falta de colegas que lo ayuden a pastorear, me explica que en la comarca hay más casas deshabitadas que habitantes, aunque observa con esperanza cómo la crisis ha hecho regresar a muchos de los que en su día se marcharon a las ciudades en busca de un mejor futuro. Bastantes de ellos vuelven con hijos pequeños. «En este momento, en el concejo hemos pasado de diecisiete alumnos en la escuela a treinta y siete. Es un buen salto demográfico». Visto el milagro de la restauración de la capilla, se aprecia que el cura tiene mucha fe en el poder de los medios para difundir cualquier clase de proyecto. Hace años, en la portada de LA NUEVA ESPAÑA se publicó una foto en la que delante de la vieja ermita se podía ver un casco de albañil. La foto impactó, y entre el tirón del santo y la generosidad de los fieles se pudo dar el empujón definitivo a la obra. De vuelta a Oviedo, me entretengo hojeando un librito que me regalaron sobre la vida del beato Fray Melchor, que nació el 28 de abril de 1821 en esta tierra agreste y murió el 28 de julio de 1858 en trágicas circunstancias cuando era obispo en la provincia vietnamita de Tung King. El relato de su martirio es estremecedor y sus ejecutores se comportaron con una crueldad sádica muy parecida a la que vemos desarrollar en las películas de Quentin Tarantino. Después de sujetarlo al suelo con unas estacas, le cortaron las piernas por la rodilla con un hacha, luego le cortaron los brazos por el codo y, por último, le cortaron la cabeza. Y no satisfechos con esas atrocidades, le rajaron el vientre y le sacaron las entrañas con un garfio de hierro. Por último, pusieron los restos sobre una manta y quisieron obligar a dos elefantes a que los pisasen. Pero aquí surgió el primer hecho milagroso según afirma el autor del librito, F. Antonio García Figar O. P. (Madrid, 1951). «Los nobles brutos», escribe, «se negaron a tal profanación, siendo por ello sentenciados a muerte» y liquidados a tiros más tarde. La cabeza del santo se colgó en una de las puertas de la ciudad y las entrañas en otra. No conozco con detalle las circunstancias del martirio de otros santos españoles, muy abundantes durante las persecuciones del Imperio romano y durante la etapa republicana y de la Guerra Civil por impulso del Papa Juan Pablo II. Pero una vez conocidas éstas se me quitan las ganas de enterarme de otras. Supongo que llegar a santo es muy difícil, pero por la vía del martirio me parece todavía más complicado. Y, sobre todo, muy doloroso.