Una gallega, hace tiempo, tanto como que Franco andaba aún pimpante inaugurando pantanos, me dijo que los asturianos éramos unos pobres segundones que jamás tendríamos un jefe de Estado ni un santo como Santiago ni una catedral como la compostelana ni pimientos como los de Padrón ni un hereje como Prisciliano. A mí todo aquello me dejó impávida, porque no me interesaba ni pizca tener nada de eso, pues entonces, a los ocho años, lo único que me apetecía de verdad era ser dueña de la burra de Obdulia, la lechera, que se llamaba Cosina y me parecía infinitamente más guapa, tierna y lista que el burro Platero de Juan Ramón Jiménez. Y ahora no es que esté encantada ni que me halle en absoluto deprimida porque no haya ningún peso pesado en la política nacional nado, nato o nacido aquí, en Asturias, dado que el asunto de la cracia es para mí un emético más contundente que un fantástico y vomitivo plato consistente en un revuelto de huevos de gaviota y babosas, aunque no sea menos cierto que me produzca asaz agrado que Rajoy, por ejemplo y por echar mano del más cercano y significativo en cuanto a pintoresquismo y puericia singulares, no sea de este astúrico solar. Y este viejo recuerdo me lo remozó y resucitó unos días atrás otra gallega, una mujer lúcida, crítica, deslenguada, libre y resuelta, cuando nos encontramos en la playa gijonesa de San Lorenzo y me soltó a bocajarro que estaba hasta los mismísimos ovarios y pezones de todo el desastre que estábamos soportando sin que nadie levantara la voz ni la punta de un meñique para pararlo, impedir su avance, detenerlo, causarle una parálisis incapacitadora para que la debacle no diera ni un paso, ni siquiera de pulga, más; y añadió que se encontraba de repente, incluso en algunos momentos que deberían serle gratos, hundida en el desaliento, en un agudizado desánimo y a la vez tan iracunda que en unos de esos instantes de cólera se había encarado con un mendigo para lanzarle a la cara, como un esputo sanguinolento y venenoso, que se levantara de inmediato de la acera, se pusiera en pie y la acompañara al cajero del banco más próximo, para sacar el dinero necesario que le daría muy gustosa, para que se comprara una recortada y la munición precisa, con el fin de regresar a la entidad bancaria y atracarla. Pero, pese a que no la creyese, me aseguraba que el hombre se había tapado la cara con las manos y echado a llorar y llorar como un becerro, sollozando de una manera estrepitosa e inaguantable, de manera que los viandantes los miraban con curiosidad morbosa, pensando acaso que le había quitado el dinero del platillo de las limosnas a aquel imbécil o quizá que lo tenía esclavizado obligándolo a mendigar para ella. Así que, por temor a verse metida en un asunto callejero poco agradable, se fue a todo correr echando por la boca no blasfemias, que siempre tachó de infantilismo estúpido, parecido a pegarle a la esquina del armario contra la que te metiste un codazo, sino imprecaciones contra los responsables de esta distopía castradora en que vivimos, en la que un despojado de todo se asusta hasta el llanto de las palabras que le suenan sacrílegas y delictivas. Y Miñoca Oxea, antes de despedirse de mí con un bico en cada mejilla, me susurró muy misteriosa: Tengo la sospecha de que el Marianito Rajoy puede ser el causante de los incendios de este verano en Galicia, cuando salía a dar carreritas bucólicas para demostrar que está en forma y que, tras hacer cuatro kilómetros en cuarenta y cinco minutos, encendía un puro, se iba bosque adelante, feliz como una perdiz fumadora, y tiraba el habano atolondradamente, sin cerciorarse de haberlo apagado por completo. -Bueno -terminó- ya sabes, ¿no? No, no lo sabes. Pues, te lo digo: que les deseo a todos los mandantes una buena tiña pelona. Y no te olvides de que el trabajo debe servir para aniquilar el mundo o maldecirlo o cambiarlo, de modo que no tenga ninguna de las apariencias de poder de este sistema, en el que se nos esclaviza y se nos obliga a sufrir o a divertirnos cuando, donde y como no queremos. Y cuando se hubo alejado unos pasos, volvió la cabeza y me gritó: Siempre que damos limosna no le regalamos algo nuestro a quien nos la pide, sino que le devolvemos lo que le quitamos, que era suyo. Asentí con la cabeza y una mujer que reñía a su emperingotada perrita, peinada a lo María Antonieta, porque trataba de escaparse de sus brazos, confortables y gordos como muslos de un campeón de sumo, en tono de reconvención me masculló que era peligroso seguirle la corriente a la gente chiflada. La miré con ojos de Leviatán y se fue temerosa y apresurada, diciéndole a su caniche que salir a la calle sí que resultaba arriesgado.