El nacionalismo es un movimiento burgués y reaccionario que da risa, totalmente desvinculado del proletariado y ajeno a sus intereses, puesto que la clase trabajadora sabe bien que solo el hermanamiento internacional de todos los parias de la tierra explotados, oprimidos, comprimidos y exprimidos puede hacer la revolución de abajo arriba que suponga un cambio rotundo de este sistema, donde llegue a suceder que el salario consista en un camastro en un barracón de siervos hacinados, un overol para cubrir las vergüenzas, unas alpargatas como calzado para un año, una escudilla diaria de potaje y decir amén, cuando el capataz, antes del toque de queda y del apagón de las luces, proclame a través de un altavoz, en tono ampuloso de predicador descreído: «El trabajo dignifica. El trabajo os hace libres». Igualito que en el campo de la muerte de Auschwitz. Así es que septiembre nos regala, aparte de los higos de San Miguel y de las mejores doradas de los mares, la fiesta catalana de la Diada, con el tremolar de las senyeras independentistas, con su estrella tomada de la bandera cubana y las barras procedentes de la vieja enseña de Aragón. Todo el mundo puede festejar lo que le da la gana y también reírse de los festejos del prójimo, por considerar risible y pasmoso que un pueblo celebre la derrota en su guerra contra un príncipe francés que aspiraba a sentarse en el trono de España, no para erradicar la monarquía y vivir en una república comunista libertaria, sino para coronar a un archiduque austriaco, como si el cambio de amo o de régimen estatal acabara con la explotación y el desbarajuste de la justicia. Los burgueses entonces se pirraban por la realeza, ante su boato, sus pompas en vida y sus pompas fúnebres; y muchos hablan con unción del anciano rey, según lo define su maîtresse Corina, cuando se refiere a que entre él y ella solo queda amistad, dando a entender con ese adverbio de «solo» que hubo un tiempo en que los unía una relación sentimental y carnal, a la vez que pide ayuda para su ex, sin especificar qué clase de carencia sufre y qué necesita, si viagra o un perrito que le baile y le ladre.

Y España es tan rara, que hay algunos pobladores de la antigua Hispania citerior que dicen que no son españoles. No quieren serlo, aborrecen ese hecho, pero lo son y que conste que no tienen la culpa de ello ni Castilla ni los castellanos, sino los romanos, de cuya lengua latina provienen el idioma de esos renegados de su españolidad y el resto de las lenguas de los descendientes de los moradores de la Hispania citerior y ulterior, teniendo más hablantes que ninguna la que dentro de España llamamos castellana, para diferenciarla de la gallega, de la asturiana, de la aragonesa, de la valenciana o de la catalana y fuera se le da el nombre de española equiparándola a la alemana, francesa, inglesa o italiana. Pero todas estas cuestiones le importan al pueblo una cagarruta seca de cabra. Al pueblo le interesa y lo enfurece que la familia del jefe del Estado siempre que se mueve le cueste un saco de euros: uno se cae y se rompe y hay que pagarle la operación; otra se casa con un jugador de balonmano que mete la suya donde no debe y para no aguantar escraches, gritos iracundos e insultos, se van al paraíso y caja fuerte de los millardarios, la tierra de los quesos, de los relojes, de los calvinistas, de la pasión y muerte de Miguel Servet, refugio de Voltaire, cuna de ese paseante inquieto por caminos y por fabulaciones que fue Juan Jacobo Rousseau y también del lingüista Ferdinand de Saussure, que se divertiría con tantos signos de los sonoros parlantes en las tribunas públicas que no son la mayoría de las veces ni siquiera significantes sin significado, sino simples ruidos bárbaros de huesos hioides averiados; y la opinión generalizada es que esa familia no debería salir de sus mansiones a trabajar, porque ese movimiento resulta carísimo para los que les pagamos los guardasespaldas, el chófer, el coche, y su trabajo es una pantomima idiota, un simulacro superfluo y costosísimo.

Tienen, por tanto, que estar quietos, quietísimos, y comunicarse con el exterior de sus altas moradas, sentados o tumbados a la turca, mediante la televisión o internet, pero nada de viajes con escoltas ni paseos fuera de sus jardines; y su prole tampoco tiene que ir a colegios con cuyo coste anual se solucionaría parte de las carencias que sufren las escuelas públicas; que estudien en casa con un profesorado que le enseñe lo que precisa para andar con soltura por su mundo cerrado, donde los extraños a él y las plebeyas que se cuelan dentro tienen que comerse groserías y desaires y callarse; y que se dejen de mentecateces y de jugar estúpidamente a ser muy sencillos, llanos y demócratas.

Pero lo más raro de todo es esa muchedumbre llorosa y cariacontecida porque los Juegos Olímpicos de dentro de siete años no serán en Madrid, sino en Tokio, como si no supieran que esos entretenimientos también tienen dueños y son propiedad privada de quienes hacen dinero con ellos y no vienen aquí, porque la gente no tiene euros para pagar las entradas y llenar los estadios de las competiciones, que se abarrotan con los que nunca sueltan un céntimo y van graciosamente a todos lados, como la patulea de viajeros a Buenos Aires, a escuchar un No y maldecir a Japón por el Sí que recibió. Esa multitud patética que se dolía por ese rechazo debería preguntar cuánto gastaron en las infraestructuras para ese fracasado evento los que tienen que ver con ese tejemaneje de sobres llenos de los casi desaparecidos billetes de más valor y quiénes son los constructores. Y hablando de sobres, como aquí todo es tan raro, no se supo nada más del escondido en una oquedad de la muralla de Pamplona ni del Rocambole de tal historia. Y raro no es que algunos roben comida, sino que lo extraño es que no haya más gente robando.