En un hecho insólito, la alcaldesa casquista de Gijón, Carmen Moriyón, ha destituido a la secretaria del Ayuntamiento, la funcionaria de mayor rango, aduciendo razones de organización interna. Sin más explicación que una presumible pérdida de confianza, las mínimas condiciones para una remoción, abandono de las funciones o prácticas que pongan en peligro el patrimonio, parecen no existir. La decisión puede considerarse así un capricho propio de actitudes caciquiles, que de la forma más grosera explica el proceso que ha ido minando la independencia que garantizaba la legalidad y la fiscalización en la Administración pública y que se remonta a 1979, cuando los partidos tomaron posesión de las corporaciones locales.

En 1979, con el pretexto de desterrar la ineficaz burocracia franquista, la izquierda, pionera en el desembarco en los ayuntamientos, se puso manos a la obra para empedrar el camino que llevaría a ejercer incontroladamente un albedrío proveniente de la legitimidad del voto que se fue anteponiendo a cualquier otra consideración, incluida las propias leyes. Flamante premio «Príncipe de Asturias» de las Letras, el escritor jienense Antonio Muñoz Molina ha descrito mejor que nadie en su ensayo «Todo lo que era sólido» esta desviación que, a corto, medio y largo plazo, acabaría facilitando en España desde las pequeñas corruptelas hasta los más grandes pelotazos urbanísticos. Una vez despejado el tránsito a la discrecionalidad sectaria, con unos funcionarios de los cuerpos del Estado, secretarios e interventores, desprovistos de la potestad que otorga la ley y sometidos al control de sus superiores, políticos de todos los partidos emprendieron una carrera desbocada que aún no ha cesado de tropelías más o menos camufladas en una legalidad cada vez más acomodada a sus intereses, y que ahora en Gijón alcanza su cénit en cuanto a desfachatez.

Los cuerpos nacionales de la Administración pública existían mucho antes de la Guerra Civil. Fueron fundados precisamente para limitar los abusos de poder y la intimidación que los caciques locales ejercían sobre los ayuntamientos y las diputaciones provinciales. Secretarios, tesoreros e interventores eran la punta de lanza del Estado para preservar la legalidad frente a los manejos arbitrarios. El Estado los nombraba y de él dependían; ningún alcalde podía destituirlos. Como se encarga de recordar Muñoz Molina en su brioso alegato cívico, la misión encomendada a los secretarios era certificar la legalidad de los acuerdos municipales; el interventor tenía que dar su aprobación a los gastos, asegurando con ello la viabilidad presupuestaria, mientras que la función de los depositarios consistía en controlar el dinero ingresado en la caja y autorizar convenientemente los pagos.

¿Qué sucedió? Que estos mecanismos de control impedían la libre disponibilidad del dinero público. Por contra, los alcaldes y concejales, cabalgando en la cresta de la ola, se sentían legitimados por las elecciones democráticas recién estrenadas para hacerlo sin tener que rendir cuentas ante nadie porque consideraban a los funcionarios meros restos del franquismo. Y como había que saltarse el escollo, algunos funcionarios, los que menos estaban dispuestos a transigir, fueron apartados, los contemporizadores empezaron a mirar para otro lado. Al mismo tiempo que se primaba la docilidad, los buenos y rigurosos profesionales recibían su castigo. El afán de clientelismo llevó, entre tanto, a los partidos a poner en marcha una administración paralela en la sombra con cargos de confianza al calor de la nueva opulencia y el dispendio. El dinero público no era entonces un inconveniente; cuando el gasto excedía los ingresos, se desviaban partidas y el ayuntamiento de turno recurría al crédito bancario hasta endeudarse al límite de las posibilidades observadas por la ley.

Poco a poco las competencias propias de los funcionarios -gestión, tramitación de los expedientes, control del dinero- se iban desviando hasta caer en el territorio de los políticos. El personal eventual, cargos de confianza, asesores, se ocupaban en muchos casos de suplir al concejal de turno en los asuntos más expuestos a la fiscalización. Por si no fuera suficiente, las comunidades autónomas se encargan desde 2008 de los procesos selectivos de los funcionarios de habilitación estatal; en Asturias existe la potestad de sancionar a los secretarios e interventores por faltas consideradas leves, graves y muy graves, incluso aplicando suspensiones de empleo y sueldo. Los ayuntamientos de capitales de provincia y ciudades mayores de 75.000 habitantes pueden, además, escoger al secretario que le convenga al alcalde, que como ha sucedido en Gijón se reserva la facultad de deponerlo sin mayores contemplaciones. La reforma legal en marcha vendrá a restituir en cierta medida las competencias del Estado en la provisión de plazas y en el capítulo de sanciones. Sin embargo, el Ejecutivo de Rajoy está dispuesto a mantener el derecho de libre designación de los secretarios por parte de los alcaldes, así como la facultad de destituirlos.

Los juristas han alzado la voz a favor de unas reglas del juego limpias en las administraciones que sirvan para combatir la corrupción desde la raíz. Los secretarios reclaman una reforma legal que evite suspensiones como la de Gijón. La necesidad de contar con funcionarios capaces e imparciales, no sometidos a los caprichos del alcalde o el concejal de turno, tendría que empezar a ser un clamor popular.

Carmen Moriyón ha actuado desde la ortodoxia administrativa, aunque ello no signifique que no haya obrado arbitrariamente. La destitución fulminante de la funcionaria de mayor rango no está motivada por algo tangible y cuantificable. La supuesta pérdida de confianza ni siquiera se basa en algo que los ciudadanos puedan valorar o entender. En resumidas cuentas, la alcaldesa casquista, siguiendo el modo de actuar que la definió en algunos plenos municipales, se ha limitado a explicar que prescinde de la secretaria porque le da la gana y puede hacerlo. Y punto, como su gobierno tuvo la ocurrencia de recalcar, haciendo gala de un peculiar sentido del ordeno y mando.

Moriyón ha puesto un clavo más en el ataúd donde yace la independencia de los funcionarios sometidos al capricho de los políticos. Y, a la vez, con su insólita forma de martillear en la caja ha evidenciado más que nunca el estilo con que el casquismo ejerce el poder en Gijón.