La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La injusticia de desconfiar de la Justicia

Reflexión sobre los "datos fríos" de una encuesta

Se acaba de hacer público el Eurobarómetro o sondeo elaborado por la Comisión Europea, según el cual España es el cuarto país europeo con menos confianza en su justicia. En síntesis los fríos datos son los siguientes: el 64% de los españoles no confían en el sistema judicial nacional y además piensan que las autoridades públicas actúan de forma arbitraria; el 85% piensan que la justicia no es igual para todos; el 83% opina que el Estado tolera la corrupción; y el 45% piensa que los jueces no son independientes.

La lectura de fríos datos provoca escalofrío e indignación. Sin embargo, se impone una visión sosegada y reflexiva.

Así, al margen de la fácil manipulación de las encuestas, según la formulación de las preguntas y ámbito de sondeo, hay que fijarse en que las opiniones valoradas no proceden de los operadores jurídicos (abogados, procuradores, jueces y litigantes que han sufrido juicios) sino en buena parte de personas que curiosamente no se han visto envueltas en litigio alguno o si lo han tenido es una experiencia puntual y sectorial (civil, laboral, administrativa o penal) que no autoriza a valorarlo todo. Ello de igual modo que no puede juzgarse la calidad de la cocina japonesa según lo que dicen o según nos resultó la digestión en aquel ágape puntual; mayor credibilidad tendría el juicio procedente de preguntar a los expertos gastrónomos o a los clientes a la salida del restaurante.

Y es que la opinión testada del ciudadano en la calle suele ser fruto de tres circunstancias que parafraseando el aria de la ópera Rigoletto, la hacen "voluble, como una pluma al viento".

O bien se opina según le ha ido en la feria judicial. Si en el pasado le tiró el caballo con una sentencia desfavorable, desconfiará de toda la justicia. El español no suele ser autocrítico y considerar la posibilidad de que no tenía razón. Es mejor culpar al sistema que reconocer el propio error de su pleito.

O bien la opinión sigue la música de los medios de comunicación. Las noticias son tales por dar cuenta de lo extraordinario, de las patologías de la justicia, aunque sean fruto de medias verdades envueltas en un buen titular, lo que dejará huella en la memoria al ciudadano (caso Urdangarín, Bárcenas, Saqueo Marbella, "Marea" en Asturias, preferentes bancarias, Eurovegas, etc).

Si además se adereza con la confusión del ciudadano profano entre el Consejo General del Poder Judicial (quien gobierna) y la comunidad de jueces (quienes juzgan), unido a un cuestionado Tribunal Constitucional, es comprensible que la tormenta de gotas malayas en forma de titulares inquietantes sobre la Justicia provoquen un malestar ciudadano. Lo que no es noticia es que en España se ponen cerca de dos millones de sentencias anuales por unos cuatro mil jueces, cuya inmensísima mayoría podrán estar bajo crítica jurídica pero sin sombras de sospecha de torpeza, parcialidad, prevaricación o corrupción.

Por último, a veces la opinión la dicta la conciencia humanitaria. Hay asuntos en que la pasión y el corazón colisionan con las construcciones jurídicas. El juez aplica la ley, y no debiera criticarse al juez que la sirve por respetar la sagrada división de poderes, sino al parlamento que las aprueba. En particular, resulta sangrante que el legislador no acometa una reforma procesal penal que, de una vez por todas, evite que los procesos penales se eternicen en este país, pues sin entrar al ámbito estadounidense americano (donde el "caso Madoff" se zanjó con sentencia condenatoria al banquero, impuesta en seis meses, de nada menos que a 150 años de prisión) basta mirar modelos tan poco sospechosos como el inglés, alemán o noruego para comprobar que no hay proceso que cumpla un trienio sin sentencia.

Es cierto que no resulta cómodo para los partidos políticos mayoritarios asumir el coste político de adoptar un modelo procesal penal que sería tildado electoralmente de regresivo o fascista pero a veces gobernar con responsabilidad supone ofrecer a la ciudadanía a la seguridad y confianza en que la delincuencia no es impune ni se aprovecha de resquicios formales para posponer o eludir castigos.

En cambio, resulta fácil y gratis total culpar, en tertulias televisivas o en bares, tanto al juez que se aparta de la letra de la Ley como al que se ajusta estrictamente a la misma. El caso es no cuestionar a quien maneja los hilos del guión y tiene las llaves de aprobar las leyes. Es mejor disparar al pianista por la mala canción que cambiarle la partitura.

Así, la doctrina Parot hace crujir la conciencia pero no deja de ser la aplicación de los criterios que las leyes penales han marcado y además según la interpretación ofrecida por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Pero tampoco debe olvidarse que el legislador penal bien pudo reaccionar a tiempo y acoger una interpretación favorable e inequívoca al cumplimiento íntegro de las penas, en vez de aprobarse tardíamente y dejar a los jueces la difícil decisión moral de optar por su aplicación retroactiva a quienes fueron aprobados por otras leyes penales anteriores.

La sentencia del "caso Prestige" provoca humana desazón porque ante tamaña catástrofe el corazón pide culpables, pudiendo apuntarse hacia quienes pilotaban el buque, a las autoridades que se negaron a dejarlo entrar en puerto o a quienes permitieron que un buque navegase en esas condiciones precarias y certificaron su idoneidad.

Si el Estado español demandó a la sociedad inspectora de buques que certificó el buen estado del petrolero, y la justicia americana desestimó la demanda, pues cúlpese a la justicia americana pero no a la española.

En cuanto a la sentencia española sobre responsabilidad penal, está minuciosamente elaborada, fundamentada, analizando pruebas e implicaciones y con gran despliegue argumental; podrá recurrirse e incluso podrá ser revocada bajo criterios jurídicos pero lo que no debe perder nunca un juez de vista es que la razón o sinrazón de un proceso penal no es cuestión del número de afectados o cuantía en juego, ni de las expectativas o algaradas populares, y menos aún del juego partidista, sino de verificar con arreglo a la ciencia jurídica, si cabe efectuar un serio juicio de reproche personal a los imputados merecedor de calificación delictiva.

Sobre el maldito buque quedan por hablar los Tribunales civiles y los contencioso-administrativos en materia de responsabilidades económicas y entonces será ocasión de valorarlo, pero mal favor hace a la imparcialidad y serenidad de la Justicia al resolverlos, la existencia de una desmesurada presión mediática, popular o política.

En definitiva, no es justo que una sentencia aislada incursa en errores (que las hay) ni un juez estrellado (que también los hay) puedan servir de coartada para lanzar una condena general al sistema judicial español.

A estas alturas del texto, bien puede decirse que soy "juez y parte" al valorar la Justicia, pero también ciudadano con sus experiencias como justiciable, y en caso de sentencias decepcionantes o amargas prefiero pensar lo que refleja la clásica obra de Moratín , "El sí de las niñas", referido a los melones, de manera que si alguien se lleva un chasco con el que le toca, pues "quéjese de su mala suerte, pero no desacredite la mercancía".

Compartir el artículo

stats