Nuestra Constitución va a cumplir 35 años. No resulta la más longeva de cuantas hemos tenido desde 1812, pues la de la Restauración estuvo vigente entre 1876 y 1923. Sin embargo, no se puede comparar con ésta, ya que la de 1978 es una Constitución dotada de eficacia directa, sobre todo en su aplicación por los órganos jurisdiccionales. Se trata, pues, de un texto vivo, que preside el cotidiano pronunciamiento del Derecho. Además, y contrariamente a frívolas simplificaciones, nada hay de similitud entre el régimen canovista (que en todo caso dio al país medio siglo de convivencia civil y albergó la llamada "edad de plata" de la cultura española) y el sistema constitucional que cierra la Transición política, el cual se parece mucho más a la II República en cuanto a los problemas que ha debido afrontar: integración social e integración territorial.

Tomando como referencia las Constituciones de los Estados cuyos valores institucionales nos han influido en mayor medida, nuestra Ley Fundamental es todavía joven en edad: esto ocurre, por supuesto, respecto de la Constitución norteamericana (1787), pero también respecto de las Constituciones italiana (1947), alemana (1949) y francesa (1958). Ahora bien, estas Constituciones extranjeras son más jóvenes en espíritu que la Constitución española, ya que han experimentado continuas reformas de puesta al día, según lo exigían las necesidades organizativas y la sensibilidad de la opinión pública. No ha sucedido lo mismo con nuestra Constitución, que únicamente ha conocido dos reformas: una, mínima, de dos palabras, en 1992; otra, de gran trascendencia, pero rapidísima tramitación y escasísimo debate dado su carácter de diktat de los mercados financieros, en 2011.

¿Por qué en España deviene tan difícil modificar la Constitución? Dejando a un lado razones técnicas (el supercomplejo procedimiento de reforma previsto, para blindar a la Monarquía, en el artículo 168, que habría que suprimir resueltamente), la verdad es que, hoy por hoy, no existe consenso entre los partidos mayoritarios acerca de la necesidad de mejorar el texto constitucional. Por parte del PP nunca se ha manifestado interés alguno en tal sentido. Ni una sola voz se ha alzado en las filas populares para propugnar la más mínima alteración de la Ley Fundamental, aunque acogieron de inmediato y con entusiasmo la propuesta que les hizo Zapatero en 2011 de consagrar constitucionalmente los rígidos principios de estabilidad presupuestaria, limitación del déficit estructural y del volumen de la deuda pública y "prioridad absoluta" (sic) del pago de los créditos destinados a satisfacer los intereses y el capital de esta última. En cualquier otra materia el Partido Popular no quiere saber nada de modificar la Constitución. ¿A qué obedece el mantra del quieta non movere (no perturbar lo establecido) que repite de continuo el PP? Sería preciso mucho más espacio del aquí disponible para exponer mi impresión, pero en resumidas cuentas lo que el Partido Popular padece es el síndrome aprensivo de la apertura del melón, o sea, que teme ser el Epimeteo de Pandora y dar rienda suelta a todos los males de la imaginación constituyente.

Los socialistas, en cambio, están abonados al mantra del federalismo: quieren, mediante la reforma de la Constitución, convertir el Estado autonómico en un Estado federal. En este punto conviene distinguir dos aspectos: el federalismo como palanca para facilitar el "encaje" de Cataluña en España y el federalismo como instrumento de racionalización del poder mediante la introducción del gobierno compartido entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Lo del pretendido encaje no lo ve claro el Presidente Rajoy, quien el pasado 5 de noviembre, en una sesión de control celebrada en el Senado, le respondió lo siguiente al encajero José Montilla: "Plantear una reforma de la Constitución para dar satisfacción a alguien que no se va a sentir satisfecho con esa reforma es un enorme error". Eso equivalía a acusar de ninfomanía política al nacionalismo catalán, cosa de ningún modo carente de fundamento. Más discutible parece cerrarse en banda a todo proyecto de federalización, que, desde luego, no contentaría a los nacionalistas, pero les quitaría suelo ideológico ante la correspondiente ciudadanía.

En efecto, allí donde el régimen constitucional de 1978 acierta y falla al mismo tiempo es en el terreno de la estructura territorial del Estado. Acierta en posibilitar la descentralización política y falla en la adecuada y completa articulación entre el Estado y los entes políticamente descentralizados. Hace mucho tiempo (dos décadas, quizá) que la Constitución debería haberse actualizado para corregir los errores de diseño advertidos en la práctica institucional. Esa corrección se confió, sin embargo, a la labor interpretativa del Tribunal Constitucional, fuertemente tironeado por unos y por otros, que ha debido actuar en centenares de conflictos competenciales poniendo un parche aquí y otro allá. La pasividad del poder constituyente ha conducido a un sistema de competencias cada vez más confuso, cuyo carácter de rompecabezas opaco alcanzó su clímax en la famosa Sentencia 31/2010 sobre el Estatuto catalán. Desde entonces, y por lo que se refiere a la organización territorial del Estado español, ha quedado en completa evidencia la senectud del texto constitucional. Su título VIII, ya agotado en aquellas previsiones reguladoras de los distintos niveles de acceso a la autonomía y claramente insuficiente en una época de gravísima crisis económico-financiera, precisa, en lugar de meros retoques, una revisión general: redefinición clarificadora de las competencias estatales, de los mecanismos de financiación de las Comunidades Autónomas y de los instrumentos de coordinación, cooperación y colaboración interterritorial.

En cuanto al título III, relativo a las Cortes, ha de remozarse un Senado que, más que un lifting, necesita una transfusión: debe ser la Cámara de las Comunidades Autónomas en cuanto a su composición y sus funciones. A mi juicio, el gobierno compartido tiene tres elementos: la división vertical de poderes que efectúa el reparto competencial; la participación directa de las Comunidades Autónomas, a través del Senado, en las funciones de las Cortes y la constitucionalización de la Conferencia de Presidentes como un órgano de cooperación e impulso entre las autonomías y el Estado. Se requiere, en suma, más multilateralismo y menos bilateralismo: a eso se llama federalizar. No interesará, desde luego, a los nacionalistas, pero es una operación modernizadora que hará reflexionar a todos acerca de quién es más inmovilista: Barcelona o Madrid.