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Razones y sinrazones del corrupto

La Administración y el enriquecimiento ilícito

Nadie se corrompe a sí mismo, al menos mientras está vivo. La corrupción es cosa de dos, y cuando alguien paga a un cargo público para que sea desleal podría aplicarse aquello de Sor Juana Inés de la Cruz, referido a la prostitución, sobre si es más culpable quien "peca por la paga o el que paga por pecar".

Ocupándonos del corrupto, cabe preguntarse por las razones que llevan a un empleado público a venderse por uno o muchos platos de lentejas.

En unos casos, las retribuciones del empleado público son exiguas, y el soborno supone llegar a fin de mes o solucionar problemas personales.

En otros, se calcula y asume el mínimo riesgo de que se averigüe la felonía o si el leve castigo compensa.

También contribuye el contexto sociocultural de corruptelas, que puede ofrecerle una coartada en el fuero interno (el caso de la "mordida" en México o del pelotazo urbanístico en Marbella).

Dejemos claro que España no es México ni Somalia, y que la inmensa mayoría de nuestros empleados públicos son leales e imparciales, pero queda camino por recorrer. Tampoco debe pensarse que un funcionario corrupto es un mal funcionario, pues frecuentemente es alguien eficaz en su labor y que, de paso, se enriquece ilícitamente.

Pues, bien, para contrarrestar las malignas influencias no bastan códigos éticos ni exorcismos vacíos en forma de grandilocuentes pactos políticos que "ni pinchan ni cortan" la corrupción.

El primer frente de ataque ha de venir dado por la transparencia total (como decía Tierno Galván: los cargos públicos tienen que tener los bolsillos de cristal). La piedra de toque será la inminente ley de transparencia, que incorporará garantías para que la ciudadanía pueda conocer todos los recovecos de los expedientes administrativos y cómo se gestan realmente las decisiones.

El segundo frente de ataque debe ser la "tolerancia cero" con la corrupción. Puede hablarse de "microcorrupción" (el pequeño funcionario que mediante un regalito o donativo impulsa un expediente o lo prioriza) o de "macrocorrupción" (el alto cargo que recibe altas comisiones para favorecer a alguien saltándose la ley), pero ambas deben atajarse con firmeza. Está en juego la ejemplaridad de la función pública, y debe disiparse todo aroma de impunidad, especialmente porque la "microcorrupción" es contagiosa (como el lazarillo de Tormes, que veía al ciego comer las uvas "dos a dos" y optó por callarse y comerlas "tres a tres"). Además, en los casos de corrupción, no es que el criminal vuelva al lugar del crimen, sino que sigue allí cometiendo fechorías.

La tercera línea de ataque sería corregir la corrupción en su misma fuente, en relación con las altas instituciones de gobierno o de control, que en casos sangrantes se convierten en botín de los partidos políticos o de "cambio de cromos", colocando bajo sospecha a algunos de los así elegidos, por el peso del sabio dicho de que "es de bien nacido ser agradecido".

Nos queda un ámbito que suele quedar en la penumbra, referido a la necesaria reconversión del derecho administrativo.

La primera vuelta de tuerca consistiría en recortar las potestades discrecionales a favor de reglamentar criterios y dejar poco espacio a las decisiones personales de cargos públicos. Nadie sobornaría a quien nada tiene que decidir. Basta pensar que los grandes nichos de corrupción son aquéllos donde ha existido gran campo de libertad para políticos y altos funcionarios: el urbanismo (los Ayuntamientos han sido señores para decir uno u otros usos o edificabilidades del suelo), la contratación (la fijación de pliegos de contratación o la adjudicación), las subvenciones (unos caen en gracia y otros son desgraciados), el reclutamiento de empleados públicos (alguna que otra filtración de exámenes o favoritismo ha sido engrasada con malas artes).

La segunda vuelta de tuerca afectaría a eso que se ha llamado la "huida del derecho administrativo", expresada en las numerosas fundaciones y sociedades de capital público que en algunos llamativos casos han sido protagonistas de auténticos tinglados de comisiones y prebendas. Y es que la huida del derecho administrativo a veces se traduce en quedar "fuera de la ley", sin los controles que detectan el trasiego y cobro de fondos.

Quizás resulta imposible desterrar absolutamente la corrupción; de hecho, en la Revolución francesa, el visionario Robespierre era apodado "el incorruptible" y acabó en la guillotina por sus propios excesos de aplicar el terror contra todo lo que se salía del guión.

Pero algo tiene que cambiar para que podamos amar a nuestra Administración con la misma pasión con que los ciudadanos suizos están orgullos de la suya. Es triste que la mayor parte de los casos de macrocorrupción no afloran por denuncias desde dentro de la propia Administración afectada (¿"omertá", tolerancia o pasotismo?), sino que los destapa bien la Agencia Tributaria (al inspeccionar el patrimonio o rentas del corrupto, tal y como se capturó en EE UU a Al Capone) o bien la prensa y sus investigadores.

Lo cierto es que el miedo guarda la viña, y algo habrá que hacer antes de que queden pocas cepas o se beban el vino que es de todos.

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