La educación española no rompe su círculo vicioso. Un paso adelante, dos atrás, una ley por legislatura que deriva luego en 17 distintas por comunidades para acabar siempre en el mismo punto: la ineficacia y la mediocridad. Los estudiantes, los profesores y los padres, azuzados por un ministro al que ya le quedan pocos enemigos que echarse, volvieron a tomar días atrás las calles por una polémica ley orgánica, la enésima, y los recortes. Siendo justos, no cabe afirmar que la enseñanza esté peor que hace una década. Pero tampoco mejor, y he ahí lo dramático. Sin una buena educación hoy no es posible sacar al país adelante. Aprender no siempre tiene por qué constituir una experiencia fácil y divertida. Frente a países distinguidos por su esmerada atención a las aulas y otros, como los asiáticos, que avanzan aceleradamente, pretendemos rivalizar preparando estudiantes con la mínima cultura de la exigencia y del esfuerzo.

La mayor parte del empleo destruido durante la recesión afecta a personas con bajo nivel formativo. Tres de cada cuatro parados no completaron la Secundaria. La cualificación tiene una incidencia enorme para hallar acomodo laboral. Desde 2008, los puestos disponibles de personal con estudios primarios se han reducido en un 41% mientras que los de los licenciados no han disminuido. Un titulado medio gana un 10% más por cada año de estudios adicional. Formar bien a la gente equivale a la larga a elevar la calidad del empleo y a mermar la lista del paro.

No existen métodos perfectos de evaluar los sistemas educativos. Para quien esté dispuesto, sin sesgo ni partidismo, a sacar las lecciones oportunas y obrar en consecuencia, las pruebas PISA constituyen una magnífica radiografía. Con todo su relativismo y subjetividad, hay que tenerlas en cuenta. Los exámenes de este año colocan a los estudiantes asturianos a la cabeza del país. Y a los españoles en su conjunto, a la cola de las naciones avanzadas. Estamos pues ante un fracaso del método de enseñanza. Si no dota a los jóvenes de máximas capacidades para desenvolverse en un mundo interconectado los condena de antemano a partir con desventaja. Los competidores en la actualidad son los madrileños, los andaluces, los catalanes, pero también los taiwaneses, los coreanos y los finlandeses.

La crisis no sirve como excusa. No estamos ante una cuestión sólo de medios. Es una de las conclusiones categóricas del informe PISA de este curso. A pesar de que el presupuesto educativo creció un 35% en la última década, hasta situarse hoy en 60.000 euros por adolescente, el dinero no rinde en igual proporción. La comparación de sucesivos años evidencia el estancamiento. Los escolares ni progresan, ni destacan.

La proporción de estudiantes excelentes se sitúa por debajo de la media y es muy inferior a la que le correspondería a España en relación a su PIB per cápita y a su potencial económico. Pese a rebajar el listón al mínimo, hay un índice de fracaso altísimo y repetir curso no sirve de nada. Disponer de más dinero, más profesores y mejores infraestructuras, a tenor de los datos PISA, en nada influye para la buena marcha académica y esas son precisamente las únicas tres cosas que aquí se demandan.

La escuela nacional sí triunfa en equidad. Los estudiantes gozan de las mismas oportunidades, lo que está muy bien siempre que no entrañe sacrificar a los buenos para sostener a las rémoras. Y también lideramos los conocimientos memorísticos. Los jóvenes españoles despuntan repitiendo lo que aprenden antes que extrapolándolo y empleándolo de forma creativa. ¿Saber por saber o saber hacer algo con lo que se sabe? En la docencia que tenemos importa cualquier cosa menos enseñar a pensar.

Los países que copan los primeros puestos en las pruebas PISA son los que más conciencia social han adquirido de la importancia de la educación para el progreso. "Lo que pasa es que no somos conscientes de lo que nos pasa", exclamaba Ortega sobre España, y algo así ocurre en esta materia. El Gobierno abandona a los docentes a su suerte, y los prefiere disciplinados y recargados de burocráticas normas y reglamentos antes que motivados, ambiciosos e innovadores. Algunas familias culpan del desastre a terceros, como si los aprobados fueran un derecho inalienable. No admiten que si sus hijos fallan es porque a veces ponen poco de su parte y nadie los tutela ni siquiera en casa. La educación no acaba de sacudirse de la politización, y se ha convertido en arma arrojadiza con la que deslizarse por la pendiente de la demagogia. Ni los rectores universitarios guardan las apariencias a la hora figurar en candidaturas electorales. La derecha pelea por adaptar la escuela al niño; la izquierda, el niño a la escuela.

Nadie rinde cuentas, ni quiere hacerse responsable de lo que funciona mal. Y así nos va. Mientras persista esta situación poco aliviados pueden sentirse los asturianos por haber obtenido de manera coyuntural una nota relativamente favorable en la última reválida de PISA. Todos los políticos pregonan que no hay fondos más rentables que los destinados a la educación. Pero resolver el problema de la educación necesita más que euros. Requiere esfuerzo y dedicación por parte de docentes y discentes y, sobre todo, que la sociedad se tome en serio a sí misma. Porque la educación es sin duda la mejor inversión que podemos hacer.