Hace poco visité la prisión gallega de Teixeiro y comprobé las dignas condiciones del establecimiento penitenciario (biblioteca, teatro, piscina y economato, así como televisión en las celdas), aunque lo que les falta, junto a la preciada libertad de movimientos al exterior, es la conexión por internet, así como los teléfonos móviles, que están rigurosamente prohibidos, hasta el punto de que hay inhibidores para imposibilitar su uso clandestino. De hecho, nos contaron que un delincuente ruso llevaba incrustado en la piel un móvil para facilitárselo al mafioso Kalasov. Me atrevo a aventurar que quizá no era para fugarse o dirigir operaciones mafiosas desde la prisión, sino para calmar su síndrome de abstinencia de móvil.

Y es que la adicción al teléfono móvil se ha bautizado psicológicamente por investigadores británicos como "nomofobia" ( no-mobile-phone phobia). Fácilmente se diagnostica si se constata una dedicación compulsiva al artilugio: ¿se tienta la ropa para comprobar que el móvil no se ha movido?, ¿vuelve a casa a buscarlo si lo echa en falta?, ¿sufre angustia si la batería o el saldo se ha agotado?, ¿comprueba sus correos electrónicos fuera de casa y del trabajo de forma incesante?, ¿se asoma con un respingo al oír el timbrazo del Whatsapp para contestar de inmediato?, ¿divide la atención en el salón de su casa entre una televisión aburrida y su móvil?, ¿sufre mientras conduce por no poder atender el móvil?, ¿mantiene más redes sociales de las que puede atender?

Muchos móviles y muchos usuarios con la mente inmóvil, fijada en el aparatito. De hecho, según el informe "Cisco VNI" (Visual networking Index), en el año 2018 habrá más dispositivos conectados a internet que personas, y dos tercios serán móviles. El teléfono móvil ya no es un medio de comunicación para el compadreo, negocios o emergencias. Se ha convertido, en palabras del sociólogo Hans Geser, de la Universidad de Zúrich, en "el chupete para adultos", pues lo paladean, lo adoran y no hay quién se lo quite.

El problema no es prestar al móvil mayor dedicación que a un buen libro, a la mascota o a nuestra propia salud. Es que el móvil gobierna nuestras vidas y nos impide tomar decisiones con sosiego. El móvil, con sus aplicaciones y utilidades (juegos, productividad, etcétera), es la nueva mascota cuyos timbrazos son como el movimiento de cola del perrito que nos llama para pasear y atenderlo. No nos resistimos. Incluso se ha calificado médicamente como "síndrome de la llamada imaginaria" a la alucinación de haber sonado el móvil pese a no ser cierto porque el cerebro comienza a identificar así cualquier señal externa.

La paradoja radica en que un aparato destinado a proporcionar mayor comunicación se está alzando en fuente de incomunicación. No hablo de los adolescentes que ya se enfrascan al móvil sin pudor a la primera ocasión para jugar o comunicarse con sus colegas. Me refiero a los que somos ya adultos: interrumpimos la conversación amigable para atender el móvil cuando debería ser a la inversa; en torno a un mantel depositamos el móvil como el pistolero el revólver, presto a utilizarlo; si visitamos un paisaje o espacio público, nos inquietamos si no existe cobertura y subconscientemente deseamos irnos; nos inclinamos a la tertulia, almuerzo o cafetito en lugares con red wifi o con cargadores de batería; dedicamos muchas conversaciones a hablar de los últimos modelos que simbolizan estatus y modernidad, o de las aplicaciones de moda y las tarifas más seductoras, etcétera; no saboreamos la lectura de un periódico de papel con un café, sino que nos ponemos al día con prisa y comiéndonos la vista en una diminuta pantalla, y además somos tan ilusos que creemos participar en numerosas redes sociales, pero realmente nos enredan la vida social real.

La sociedad está dividida. La brecha digital entre los usuarios de internet y los profanos se ha traslado a una sociedad fragmentada en tribus según su grado de dependencia telefónica. Una minoría de desarmados (siguen con el teléfono fijo y aversión a los móviles) frente a una inmensa mayoría de los bien pertrechados (poseen teléfonos móviles); dentro de éstos estarían los tradicionales (móviles clásicos) y los avanzados (móviles de última generación), e incluso podría hablarse de la secta Apple y la de los populares Android, al igual que los hay fieles a Twitter, Facebook o Linkedin. Cada parroquia con sus feligreses.

Un famoso y reciente estudio de psicología de la Universidad de Ohio afirma demostrar que los hombres, como media, piensan en algo relacionado con el sexo unas veinte veces al día (el doble que las mujeres), pero sospecho que algo menos divertido y tecnológico ha desplazado la obsesión clásica. No sólo se piensa muchas más veces en el móvil, sino que me temo, y permítaseme dar la alarma en clave de humor, que la nomofobia abrirá paso en forma extrema a una nueva modalidad de perversión sexual, la sexomovilia: el placer sensual con el contacto con el móvil, jugueteo y adoración; excitación ante el timbrazo, compulsión para satisfacer la curiosidad con el artilugio, soñar con el móvil y sus novedades o actualizaciones, fetichismo con el último modelo, narcisismo proyectado hacia esa prolongación artificial de la persona... Triste.

¿Quién diría que las críticas al embobamiento producido por la "caja tonta" televisiva se volverían contra el "aparatito vivo"? Puedo aventurar que más allá de la actual prohibición del uso del móvil al conducir o en espacios donde el silencio es vital (templos, cines, hospitales o donde se imparten conferencias, por ejemplo) se irán abriendo paso zonas "libres de móviles" en restaurantes, librerías o similares, como remansos de paz y conversación cara a cara. Ello en la línea imperante en Japón, donde es una grosera falta de cortesía utilizar el móvil en autobuses, metro o trenes por el impacto de la voz elevada sobre el resto de los pasajeros que no tienen que enterarse ni soportar las intimidades de la conversación vecina.

Debo terminar porque suena mi móvil... O debería sonar... O quizá debo actualizar algo... O debo comentar a un grupo de Whatsapp que voy caminando o que me pica la nariz. O asomarme a la última novedad... que quizá no es la última. Pero... ¿donde diantres está mi móvil?