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La justicia universal y la marca España

En contra de la reciente reforma de la ley orgánica del Poder Judicial

La "justicia universal" dignificó el papel internacional de nuestro país por su activismo judicial para, en ejecución de tratados firmados por España, perseguir execrables crímenes cometidos por dictaduras o por militares contra indefensos civiles en tiempos de guerra, cuando en el país de origen se otorga impunidad a sus autores. La marca España era reconocida en esta materia sin necesidad de campañas publicitarias. Pero el actual Gobierno acuña la marca España como país fiable para los poderosos a costa de los más débiles y, en este caso, de las víctimas. La reforma de la ley orgánica del Poder judicial (LOPJ) para reducir a su mínima expresión la justicia universal obedece, nunca mejor dicho, a las quejas manifestadas por los gobiernos de Estados Unidos y China, entre otros, por las causas abiertas en la Audiencia Nacional sobre la muerte del cámara Couso y por la masacre del Tíbet.

Lo más preocupante es que la dichosa marca se construye una vez más a base de desmontar España como Estado Derecho.

Como en este asunto no podía el Gobierno echar mano de lo que en él es habitual, el decreto ley, ya que se trataba de reformar una ley orgánica, lo hizo de la manera más aviesa posible, con tal de realizar la tropelía con gran celeridad. Lo normal hubiera sido que el Gobierno presentase un proyecto de ley de reforma de la LOPJ, tal como sucede en el 99 por ciento de la legislación, pero esto significaba tener que pedir informes al Consejo de Estado, al Consejo General del Poder Judicial y al Consejo Fiscal. Para saltarse estos trámites, le encomendó la tarea a su grupo parlamentario en el Congreso, que hizo de ilustre fregona de la sangre incómoda que aparece en los papeles de la Audiencia Nacional. El Grupo Popular se aplicó con celo a la tarea de limpieza y, apoyado en su mayoría absoluta, tramitó la propuesta dictada por el Gobierno por el procedimiento de urgencia y en lectura única. La aprobación de la ley fue tan meteórica como su publicación en el BOE. Sin embargo, lo más grave no es el procedimiento seguido; ni siquiera la reducción de la justicia universal, que, como acertadamente ha expresado en su auto el juez Pedraz, no afecta a los casos en los que se ha de aplicar un tratado autoejecutivo firmado por España. Lo alarmante es que la ley aprobada dispone que a su entrada en vigor quedan sobreseídas las causas abiertas sobre estos asuntos, hasta que no se acredite el cumplimiento de los requisitos establecidos en ella, lo cual supone en la práctica el cierre casi definitivo. Pero el sobreseimiento es un acto de naturaleza judicial. Sólo los jueces y tribunales pueden juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. La inconstitucionalidad de la ley es flagrante y deliberada, porque las Cortes están con esta disposición usurpando una competencia judicial y quebrando la división de poderes, una de las patas del Estado de Derecho.

Además, el sobreseimiento impuesto por la ley implica otra inconstitucionalidad, la vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva de los que están siendo parte activa en los procesos afectados por esa disposición. Este derecho fundamental incluye el derecho al proceso, que ahora se deniega. La ley puede suprimir o restringir pro futuro el recurso a la justicia universal, porque una persona sólo tiene derecho a los recursos legalmente establecidos, pero no puede impedir el ejercicio de la acción procesal en curso. En tal caso se quiebra el derecho al proceso, núcleo del derecho a la tutela judicial efectiva y otro de los pilares del Estado de Derecho.

Si la oposición y la Defensora del Pueblo conservan la dignidad constitucional que le falta a la mayoría parlamentaria, deberían acudir de inmediato al TC y éste pronunciarse sin dilación, abandonando la calculada desidia de la que hace gala cuando quiere mirar para otro lado.

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