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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

No sólo dinero, también palabras

Las necesidades de los más pobres

Da igual que los gerifaltes de hogaño digan en arameo, en esperanto, en latín o en falisco que se está saliendo de la crisis, porque la enfermedad sigue y continuará en estado muy grave y cronificándose, sin posible remedio de recuperación de la salud con la aplicación de las recetas de sus curanderos, los redactores de los programas de salvación de los partidos políticos que ya entraron en liza para pelear por conseguir el poder y gobernar, aunque no quisieran, a las órdenes y mandamientos de los verdaderos amos de todo, esos seres sin rostro, pero con más ojos que el gigante Argos, con los que controlan, incluso dormidos, hasta la última monedita de cobre que se mueva, porque no hay nada que no sea suyo, pues son los propietarios de la tierra, del aire, del agua, de la luz, del calor, del frío, de los alimentos que debe comer la patulea de los siervos. Pero lo más inquietante y desolador radica en que la servidumbre del nivel más bajo, la numerosa plebe, pueblo, gente, personas que trabajan con sus manos y brazos, no sentadas muy repatingadamente, dictando a sus escribas y secretarios, se halla alienada como nunca, porque los medios y artefactos de sedación y atontamiento son hoy sutiles y muy eficaces hasta el extremo de lograr sinuosamente que, sometida a vasallaje por los sicarios de los amos -criaturas venales que también forman parte de los criados, por mucho que se consideren de la casta alta, muy distanciada de la de los parias-, la enajenación la transformó en masa que ya no tiene lenguaje propio, en un monstruoso loro, un aterrador y gigantesco guacamayo que repite lo que les oye a sus propietarios. Así que tal como está el cotarro, peor y, para colmo, mucho más aburrido que el patio de Monipodio, no resultaría una anormalidad que los de la gama mega alta aparcaran en sus garajes no los coches Jaguar comprados con sus tarjetas negras o misteriosamente dejados allí por duendes generosos, sino carruajes tirados por una recua de pobres con colleras de alegres cascabeles que sonarían al ritmo de su trote, cuando sus dueños circulasen en ellos; y no parecería aberrante que las madres lactantes debieran ordeñarse los senos y dar parte de su leche para ayudar a la investigación en el logro del elixir de la eterna juventud.

Algunos parias de la casta más baja, es decir, los descastados, como actores de mimo, malabaristas y músicos callejeros, nómadas, perroflautas, sin techo, sin suelo o cuantos se descomponen en las cárceles, que no se nombran ni se ven porque no se miran ni importan, ya que no votan, cuando consiguen un euro para poder dormir una gélida noche en el rellano de la escalera del piso de alguien que les cobre esa cantidad y cuentan, además, con unos céntimos para pan y agua, ya no necesitan prolongar su trabajo de mendicantes y, a quien se les acerca buscando la cartera, lo detienen y le dan las gracias, diciéndole que, por el momento, no necesitan dinero y sí, en cambio, conversar, hablar, ser oído y escuchar a alguien diferente, y entonces quien no tenga la cabeza reventando de prejuicios y de desconfianza hacia todo lo desconocido, escuchará una historia novelable que precisaría un Zola o un Víctor Hugo para narrarla; y observará que su oyente lo escucha con ojos de candor y asombro o también de escándalo y susto si le dice que siempre que recibe una limosna no se trata de un regalo, sino de la devolución de algo a lo que tiene derecho que le fue robado. Después, en el momento del "hasta pronto" o "hasta luego", la mano del paria tiembla tímida al ser estrechada por la de quien acaba de darle el puñado de palabras que le pidió y que tanto deseaba, y escuchó las suyas con toda atención y simpatía.

Los pobres siempre estarán aquí. Lo afirmó un hombre que los conocía muy bien, porque quiso ser como ellos. Y formuló ese terrible vaticinio porque tampoco ignoraba lo mucho que podían llegar a despojarlos, amiseriarlos y torturarlos los ricos causantes de su pobreza, como le ocurrió a Friné, cuyo nombre no era ese, el de una hetaira más bella que Afrodita y modelo y amante de Praxíteles, y que un día escuchó en la calle y decidió llamarse así y no Ocilia, el día en que su familia adoptiva la devolvió al centro de acogida. Tenía seis años. Su madre abogada y su padre cirujano ganaban mucha pasta y la habían querido y mimado muchísimo hasta que llegó un hermanito inesperado, con el que nadie contaba, y la bruja a la que llamaba abuela, que la odiaba, la acusó de haberla sorprendido tapándole la boca al bebé, sin duda para ahogarlo. Ella lloró y lloró, gritando que era mentira, que quería más que a nadie en el mundo a su hermanito y que la abuela la llamaba entre dientes intrusa y hospiciana y más cosas que tampoco sabía qué significaban, y la amenazaba sin parar de que iba a encargarse de que se fuera al lugar que le correspondía, del que no debiera haber salido, y así había sido. Luego la había llevado a su casa un matrimonio muy gruñón que, a los ocho, nueve años, cuando volvía del colegio, la obligaba a fregar y a hacer las camas y, si protestaba, era castigada a quedarse sin comer. A los quince se había escapado con Sertorio, su novio, para irse a vivir en un tendejón abandonado, junto a un poblado de chabolas. Nadie la buscó, porque no le importaba a ninguna persona y en todo el mundo no había ni una sola interesada en denunciar su desaparición. A los dieciséis dio a luz a una criatura muerta, no supo ni quiso saber si era una niña o un niño aquel ser canijo y arrugado que ella se encargó de enterrar para que los perros que andaban más que caninos de hambre no dieran con el cadáver y se comieran los huesecillos. Entonces andaba por las calles pidiendo, comiendo lo que sacaba de los basureros cercanos a supermercados y restaurantes. En cuanto a dormir, lo mismo le daba el suelo, que un banco, porque para eso sólo se necesitaba tener sueño y ella, nada más que anochecía, ya empezaba a bostezar con ganas de acostarse. Y, por lo demás, tenía que decir que había buena gente, gente a la que no le sobraba el dinero y se lo daba o le preguntaba si le gustaba esto y lo otro y corría a comprarle una palmera de chocolate o una empanadilla de atún o fruta y botellines de agua. Los otros, los que estaban forrados de billetes de los grandes, de quinientos euros que ella nunca había visto ni en fotocopia, eran egoístas y pensaban que por ir a misa iban a estar en el cielo sentados en primera fila, en las butacas más cómodas, contemplando la cara de Dios que, si era verdad que existía, los pondría a fregar los suelos y las puertas del cielo con sus asquerosas lenguas de ratas, acostumbradas a decir no, no, no, negándoles lo que cuesta un cacho de pan a los pobres y no queriendo devolverles los ahorros que les robaron; y en el caso de que se sintieran espléndidos les tiraban un cobre como un tapabocas para no oírlos. Ojalá se fueran al infierno y los demonios les clavaran un tenedor en el culo.

Friné sigue por ahí, con un brazo lesionado. No quiso decirle a nadie qué le había pasado. Por fin confesó que había sido cosa de Sertorio, pero no lo había denunciado, porque habían tenido una pelea en la que él había llevado la peor parte: las narices escacharradas y los huevos hinchados, del tamaño de los de pava por el patadón que ella le había metido. Pero la sangre no había llegado al suelo. A continuación se encogió de hombros y masculló: es la vida de la calle, la vida, mi vida.

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