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Miembro del Comité Óscar Romero de Asturias

Por fin ¡San Romero de América!

Un reconocimiento que llega después de 35 años del asesinato del jesuita en San Salvador

El cardenal Amato, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, ha beatificado en San Salvador a Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, asesinado hace 35 años en El Salvador, la ciudad de la que era arzobispo. El postulador de su causa, V. Paglia, lo define como "el primer gran testigo de la Iglesia del Concilio Vaticano II".

La vida del nuevo beato fue sencilla hasta su nombramiento de arzobispo y primado de la iglesia del Salvador. Nace el año 1917 en Barrios, una pequeña ciudad salvadoreña. Estudia Teología con los jesuitas en Roma, donde fue ordenado sacerdote en 1942. De regreso a su tierra, trabaja durante veinte años en tareas pastorales que podrían calificarse de normales. Espiritualmente se movía en ambientes muy cercanos al Opus Dei, y, por entonces, miraba con cierto recelo los documentos de Medellín y Pueblo que trataban de adaptar los planteamientos del Vaticano II a la realidad de la iglesia americana.

En 1974 fue nombrado obispo titular de Santiago de María, una diócesis poco relevante, y tres años más tarde del Arzobispado de San Salvador. Las autoridades civiles, los potentados terratenientes, el Estado y la propia Iglesia veían en aquel prelado una persona adecuada para poner calma en una situación convulsa, de verdadera guerra civil. Ese mismo año, el flamante arzobispo tiene que presenciar graves desórdenes sociales que culminan con la muerte de decenas de campesinos. La muerte de varios sacerdotes que defendían la causa de los desposeídos, entre ellos la del P. Rutilio Grande, jesuita, amigo personal y confesor suyo, constituye para el arzobispo un verdadero "Damasco" de conversión que le hace comprender, brutalmente, dónde estaban los pobres: los campesinos explotados y masacrados, verdaderos rostros de Cristo crucificado y privilegiados en el Reino de Dios. Desde entonces se convierte en voz de los sin voz y las denuncias de sus homilías dominicales, escuchadas por los transistores de todo el país, eran una auténtica luz de esperanza liberadora para aquel pueblo terriblemente masacrado por los ricos y poderosos. Para la burguesía capitalina, supuestamente cristiana y bien pensante, sus palabras causaban escándalo y estupor primero, después aversión y finalmente odio. El 23 de marzo del 1980 pronuncia "la homilía de fuego", proponiendo la desobediencia civil a las fuerzas armadas siempre que se tratara de violencia injusta contra el pueblo. Fue su sentencia de muerte. Al día siguiente, mientras celebraba la eucaristía, le llegó la muerte de un tiro en el corazón de un esbirro del mayor Roberto d'Aubuisson, creador de los "escuadrones de la muerte" y después fundador de ARENA. En 1990 se inicia el proceso de canonización, que encontrará muchas dificultades tanto dentro como fuera de la Iglesia. El 2 de febrero de 2015 el papa Francisco aprueba el decreto de condición de mártir para Romero Y sólo tres meses más tarde, ayer, 23 de mayo, las autoridades eclesiásticas reconocen oficialmente su condición de beato.

Muchos, incluso teólogos, se plantearon si era legítimo el calificativo de "mártir" para Romero. Tradicionalmente, se entiende como mártir el testigo de Cristo muerto por odio a la fe de los enemigos del Señor. Pero no parece que sea necesario hacer sofisticadas elucubraciones hermenéuticas para predicar esa condición de mártir de quienes, como nuestro querido monseñor, mueren por dar testimonio de fe y amor a Jesucristo, encarnado en los pobres de este mundo, en este caso los campesinos salvadoreños. Óscar Romero prodigó generosamente su palabra profética de denuncia en favor de los crucificados de este mundo ofreciendo al final su propia vida en el altar eucarístico para convertirse "en limpio pan de Cristo", según reza un bello documento martirial del siglo II: la Carta de S. Ignacio de Antioquía a los Romanos (98-117). Como decía el mentado V. Paglia en la entrevista de hace dos días: "Romero puso en práctica las Bienaventuranzas evangélicas. Persiguió la justicia, la reconciliación y la paz social... Amó una Iglesia pobre para los pobres, vivía con ellos, sufría con ellos. Sirvió a Cristo en la gente de su pueblo. Su fama de hombre de Dios sobrepasa las fronteras de la misma catolicidad". Y lo sabemos muy bien los comités "Óscar Romero" de España y del mundo, entre los que se encuentra también el de Asturias, que ya le habíamos declarado mártir y santo hace tiempo. El espíritu de Romero es el espíritu del Papa Francisco. Por eso no nos extraña que haya hecho todo lo posible para consagrar la condición de mártir al nuevo beato. Y valió la pena esperar 35 años para que fuera este papa el responsable de esa consagración.

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