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Millas

El trasluz

Juan José Millás

La radial

De repente, el horror en una ferretería

Un hombre entra en una ferretería y espera su turno. En las ferreterías y en las farmacias siempre hay que esperar, está en el orden de las cosas. Pero mientras aguardas vas de acá para allá, descubriendo herramientas perfiladas como un dibujo a tinta china, examinando objetos de acero tan pulidos como una obsesión, sometiendo al juicio del tacto la funcionalidad del mango de una desbrozadora. La espera, en la ferretería, resulta sufrible, tanto que a veces lamentas que te llegue la vez. Pero llega, como todo en la vida, y entonces has de tomar la decisión. No sé, quiero unos alicates de punta redonda. Lo que sea, da igual. El caso es que al abandonar el establecimiento te detienes aún unos segundos frente a su escaparate, fascinado por esos objetos que tienen algo de prótesis en la medida en la que casi todos, si no todos, están destinados a convertirse en una extensión del cuerpo. La caja de herramientas doméstica no contiene otra cosa que una colección de gadgets que nos quitamos o nos ponemos en función de la tarea a realizar. Quizá también por eso, los escaparates de las ferreterías remiten a un extraño orden moral.

Hace poco, un hombre entró en una ferretería y adquirió una sierra radial. Las sierras radiales las venden con la misma naturalidad que los destornilladores, aunque no debería ser así. No es, moralmente hablando, lo mismo. Las radiales son agresivas incluso cuando están paradas. Yo las he visto en algunas exposiciones, he acercado temeroso mis dedos a sus dientes y se me han puesto los pelos de punta. Llevarse uno de esos trastos a casa es como llevarse un monstruo. Aunque la guardes en el rincón más inaccesible del sótano, es muy probable que por las noches, cuando estés a punto de dormirte, la radial te llame. ¿Qué no darías por sostenerla, encendida, durante unos segundos? Mírala ahí, en el extremo de tu brazo, como una mano de acero capaz de cortar la respiración.

El hombre se llevó la radial a casa, la puso en marcha y cortó con ella los cuellos de sus dos hijas. Ahora anda de cárcel en cárcel, de juzgado en juzgado, protegido por la policía de la ira de la gente. Pero no le han dejado llevarse la radial. Quizá por eso se muestra tan tranquilo.

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