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Melancolías del Sporting

La vieja Tribunona, que sólo aplaudía el arte, como aula de estética y de ética, un sitio para soñar y entregarse a héroes y leyendas

El amor se llama Gijón. Que quiere decir contradicción. Y como el alma no puede vivir sin su cuerpo, tampoco Gijón puede vivir sin esa piel roja y blanca. El Sporting es como la Constitución no escrita de una patria que no tiene título de ciudad, ni menos de capital, ni es nación, ni quiere ser otra cosa que lo que es: una península recóndita detrás de una imponente cadena de montañas y anclada a la orilla de un mar bravío por el que navegaron mil piratas. Para nosotros, esa patria es única. Lo que no quiere decir mejor, ni superior, ni siquiera más bella que otras. Quiere decir solamente inconmensurable, o sea, que no la sometemos a comparación. Sabemos muy bien que hay ficciones mejores que ésta en muchos lugares del mundo. Pero eso es el Sporting, nuestra ficción, la ficción de nuestra perfección. Nuestra más íntima exageración. Y el sueño de nuestras leyendas. Naturalmente, nuestra realidad es sólo la madera torcida de esa hermosa ficción.

Crece esa ficción en una pila bautismal rectangular y verde que se llama El Molinón, nombre "vintage" o aumentativo antiguo que manifiesta el anacronismo de una fe profundamente metalúrgica. En ese estadio sagrado, tanto como un tabernáculo judío, recibimos las aguas de una religión secular, el sportinguismo. Secularidad que nada tiene que ver con el tontuno laicismo actual. El sportinguismo es una religión secular de obreros, linimento, tacos de cuero y ascética modestia que algunos quieren convertir en una vanidad estulta, el grandonismo gijonés. Pero el Sporting es una religión que brota de las boinas de los aldeanos y de los monos azules de los obreros en una ciudad en la que sonaban más las sirenas de las fábricas que las campanas de las iglesias. Es una religión de lo sólido y no de lo líquido, de lo profundo más que de lo superficial, de lo auténtico más que de lo falso. Un reducto casi último de lo mejor del proletariado antiguo -que sostenía al mundo- forjado en una recia ascética de sudores y de sacrificios. Es una religión dura como el pedernal y auténtica como el diamante.

Aprendimos esa religión en una vieja grada de cemento, la del antiguo marcador, con vistas a Las Mestas, aguantando a pie firme mojaduras, fríos e insolaciones hasta que pasamos a cubierto, a la Tribunona, aquella vieja tribuna de madera de nuestros sueños. Esperábamos en ella, con una excitación que no puede describirse, un milagro llamado fútbol, lo mismo que otros creyentes esperan impacientes la venida final de Jesucristo. Por supuesto, aquella grada no era Eton, ni tampoco Oxford. Era una escuelilla de barrio entre playas y prados rabiosamente verdes. Pero en ella se adoraba la excelencia y se transmitía la sabiduría de unos rapsodas que no habían ido a la escuela. Nos sentábamos en silencio al lado de aquellos maestros sin titulación, pero que habían visto a Kubala y a Di Stéfano, a Belmonte y a Manolete, y en seguida nos advertían quién era un futbolista y quién un chiquilicuatre. Aprendimos así el catecismo del fútbol.

Que no hemos olvidado nunca. Aquellos analfabetos nos enseñaron a distinguir lo que es arte de lo que es sólo prestidigitación, nos enseñaron a distinguir a los grandes futbolistas de los "jugadorinos", sabemos desde entonces lo que es una genialidad y lo que es un "postureo", sabemos lo que es un regate y lo que es un churro, sabemos lo que es un guerrero y lo que es un criminal, sabemos lo que es un dios y quien no llega más que a ídolo. El Molinón nos enseñó a amar el rigor y a odiar las cuchufletas; nos enseñaron a viviseccionar, nos enseñaron a exigir y nos enseñaron a criticar. Y sin haber oído nunca nada de "La crítica de la razón pura". Hemos visto glorias que brillan, todavía incandescentes, en el firmamento y están inscritas en los anales del estilo, hemos sentido emociones indescriptibles, y hemos visto artistas que ni la imaginación podía soñar. Vimos a Puskas volver loco un día a nuestro portero, a Cruyff haciendo de Napoleón en el campo, a Marcial tocando el violín, a Pirri, que era sólo un niño y se los comió a todos, a Amancio haciendo filigranas, a Maradona inventando magias. Vimos a todos los Ronaldinhos y Romarios del mundo en una lista infinita de artistas y de majestuosas representaciones. No es posible citarlos a todos. En aquella Tribunona aprendimos a venerar a los artistas y a todo el que hacía algo grande. A los "maletas" les concedíamos un denso silencio. Los viejos maestros nunca nos dejaron aplaudir obviedades, ni nos permitieron considerar genialidad las tonterías. Se enfurecían. Sólo se aplaudía el arte, que es lo que empieza cuando alguien pone un pie en el misterio. Y todo lo demás es trabajo, cosa de operarios. Y nos explicaron también que el arte nos lo regala la vida para emocionarnos.

Eso era el viejo Molinón, un aula de estética y de ética. Un sitio en el que pintar sueños y entregarse a héroes y leyendas. Ha ido pasando el tiempo, que todo lo carcome, y de aquello sólo queda un resto desfigurado y maltrecho. El sagrado Molinón ya no es un tabernáculo judío sino un escenario donde reina el ruido más ruidoso y la espectacularidad del espectáculo. Una trivialización lógica: el viejo estadio, colocado en una desembocadura, es punto de decantación de todas las modas-desechos del mundo que vienen a parar a la mar. Hemos vivido desde entonces tiempos muy diversos. Épocas, muchas, de vacas flacas y épocas, pocas, de vacas gordas. Hemos conocido la gloria del equipo de Quini o de Ablanedo y hemos vivido los tiempos infernales de los peores tuercebotas. Por un milagro de la Virgen de Covadonga estamos inexplicablemente vivos después de habernos visto arrastrados a la nada por alamedas perdidas, gestores infames, demagogos mediocres, y por las memeces de los más ignaros gurúes de las emisoras y televisores. En este año de gracia de 2015 una inesperada ola de la Fortuna nos rescató del penoso naufragio, y nos devolvió, con su fuerza, a uno de esos resplandores, escasos y cíclicos, que a veces nos tocan. Hemos vuelto, gracias a los atletas locales, por citar al clásico, a Primera. Milagros como éste sólo ha habido siete en nuestra historia, número que marca el ciclo bíblico de la prosperidad y de la ruina. Ahora estamos en la euforia. No vamos a recordar aquí pasados tenebrosos, ni errores tremebundos, ni frivolidades infantiles, ni héroes de plástico, ni memorias falseadas que dejaron casi muerta a esta nube roja y blanca que cubre y mece a nuestras olas.

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