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No tan IV Reich

Apuntes para entender por qué la "austericida" Alemania aceptará este año en su territorio a 800.000 demandantes de asilo

Las crisis acentúan los contrastes. En Berlín, la semana pasada, Rajoy le racaneaba a Merkel dos mil refugiados mientras en Budapest las masas de expatriados proclamaban el nombre de la canciller como un grito de libertad. Apenas 48 horas antes, Thomas de Maizière, el ministro del Interior germano, había advertido al resto de socios europeos que Alemania se apresta a recibir a 800.000 refugiados este año, cuatro veces más que en 2014, pero que en años venideros le costará trabajo repetir un gesto que obliga a desembolsar miles de millones de euros para que los recién llegados se conviertan en ciudadanos y eviten la condición de parásito superpuesto al cuerpo social. Además de rendir al país los beneficios en forma de mano de obra -barata a secas, o cualificada y barata- que muchos descreídos, empezando por el FN francés, señalan como causa última de la acogida.

Ochocientos mil refugiados frente a 2.739, que ahora, foto del niño Aylan mediante, se convertirán en unos 15.000. Ochocientos mil refugiados que parecen obligar a revisar la apelación de IV Reich que con desenvoltura, y no pocos motivos, se le ha aplicado al mandato de Merkel al frente de Alemania. De la noche a la mañana, Merkel, la odiada impositora de los dictados de la cruel austeridad, el déficit cero y la complicidad con los mercados, pasa a ser la protagonista de una actitud generosa que sólo encuentra parangón, aunque en modo menor, en la Francia de Hollande, duramente atacada desde las filas de Le Pen. Pero de Francia no extraña el gesto, pues su nombre ha sido durante más de siglo y medio sinónimo de tierra de acogida. Sin embargo, Alemania?

En España, ha sido la que llaman sociedad civil, en parte representada desde mayo en la cabecera de muchos ayuntamientos, la que ha dejado a Rajoy con las vergüenzas expuestas al ofrecerse a acoger en dependencias municipales, pisos vacíos y viviendas particulares a los refugiados que el Gobierno quería barrerles a otros bajo las alfombras. En Alemania, sin embargo, los clamorosos gestos de bienvenida prodigados por la población a los refugiados el pasado fin de semana han ido de la mano de la actitud abierta de sus autoridades. Sorpresa. Que como todas las sorpresas es susceptible de algún apunte que arroje algún tipo de explicación.

Para empezar, aunque a muchos se les escape, Alemania fue durante buena parte del siglo XIX tierra que supo de grandes oleadas de emigración, de buscarse la vida en tierra extraña. En EE UU, en contra de lo que suele pensarse, la comunidad blanca más nutrida no es descendiente de ingleses, sino de alemanes llegados de unos pagos de industrialización tardía que expulsaron a masas de campesinos tocados por el imprevisible albur de las malas cosechas. Para seguir, y entender mejor lo anterior y lo siguiente, se requiere una precisión: alemán ha sido durante siglos quien hablaba esa lengua, rasgo que sitúa bajo un mismo sombrero a millones de personas, dispersas bajo la autoridad de diversos soberanos en inmensos territorios que van desde las hoy francesas Alsacia y Lorena a las lejanas tierras de Ucrania.

En tercer lugar, un recordatorio histórico: tras la capitulación del III Reich, y para evitar que esa diáspora alemana pudiera ser excusa de nuevas aventuras pangermanistas de conquista y exterminio, unos 13 millones de personas fueron expulsadas de sus hogares en dirección a los reducidos territorios que habrían de constituir la RFA y la RDA. Así pues, en la Alemania de hoy son muchos millones los descendientes de aquellos refugiados. De hecho, aquella magna operación puso en marcha un protocolo aún vigente que atribuye de modo automático las cuotas de refugiados que, en función de su población y riqueza, corresponden a cada "land". Un sistema de cuotas que es el mismo que, en los últimos meses, se ha querido instaurar sin éxito en el conjunto de la Unión Europea.

En cuarto lugar, la Alemania de hoy conserva en su memoria más reciente las vicisitudes de la absorción de las poblaciones germanoorientales tras la caída del Muro en 1989, un proceso en el que el éxodo resultó mucho más limitado, pero en el que fueron ingentes las transferencias de recursos del Oeste al Este. En suma, y a la luz de lo anterior, no es extraño que estos días se oiga decir a algunos alemanes, buenos conocedores de su historia, que su país representa una especie de EE UU de Europa, en alusión al "melting pot" germánico que vertebra el país y a las sucesivas oleadas de refugiados no germánicos que ha acogido. La última de ellas, con motivo de las guerras desencadenadas por la desmembración de Yugoslavia.

Queda aún un último apunte, tal vez el más conocido. Una regla histórica no escrita sostiene que los efectos subjetivos de una conmoción tan sólo se disipan con la muerte del último individuo que la oyó narrar de viva voz a alguno de sus protagonistas. Cabe imaginar, pues, que aún falta mucho para que se extinga el eco de las atrocidades del III Reich. Y mientras el humo de las chimeneas del exterminio permanezca en las memorias germanas seguirá vivo ese estigma que algunos despachan con el marbete de "mala conciencia histórica", aunque podría denominarse "intensificación histórica de la solidaridad", "estricto cumplimiento germánico de la legislación internacional y comunitaria sobre asilo" o, en línea con los desconfiados, "previsor aprovechamiento de aportes demográficos imprescindibles para una población envejecida". Claro que esto último puede hacerse, y Alemania de hecho lo hace año a año, sin montarse a pelo en esta ola que rompe sobre Europa.

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