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Mi tía Dolores y cosas del tiempo

Obituario por una mujer amante de hacer el bien y generosa hasta lo insólito

Sí, ya sé que en Cataluña hay ruido-más que furia, felizmente. Y que un envejecido Fidel Castro recibe, luciendo una prenda deportiva habitual en él, al Papa Francisco. Hace años, un Fidel en mejor forma recibió a otro Papa en el aeropuerto de La Habana; todo cambia. Y que la economía china tiene impactos fuertes en las economías del resto del planeta. Las noticias del mundo tienen algo en común: hablan de gente importante, y buena parte de esa gente sucumbe a la tentación de la vanidad. No sabes en muchos casos cuánto hay de espíritu de servicio y cuánto de búsqueda de medro personal en los grandes gestos que salen en los papeles. En algunos de esos gestos es fácil de intuir, sin duda, pero hoy no apetece señalar. Déjenme ir a lo cercano: paseas por el Muro al caer la tarde y ves gente. No son famosos, son ciudadanos de Gijón que sacan su vida y su ciudad adelante como mejor pueden. Me interesan más.

Escribo estas líneas apesadumbrado por haber perdido a mi tía María Dolores Gómez Solana, que dejó el mundo de manera tan silenciosa como lo habitó. Cristiana de una pieza, amante de hacer el bien y generosa hasta lo insólito, a menudo me recordaba a la gente de una generación que, en lugar de perder tiempo en las vanidades del mundo, optó por unos valores y una ética del esfuerzo que quizá los tiempos nuevos conviertan en cosa digna de añoranza, por infrecuente. Una generación que conoció dificultades históricas muy especiales y supo vivir en paz. Siempre cree uno que las personas muy buenas juegan con cierta desventaja en las reglas del mundo; alguien por completo indiferente a la soberbia social, a la maledicencia y a la envidia tiene la suerte de verse libre de pulsiones que lastran el espíritu, pero necesitará defenderse de los otros de alguna forma. Las palabras curan, pero también hieren según el temple moral de quien las maneje. Mi tía, tan del todo ajena al arte de dañar, tan buenísima persona en suma, me sumía en la perplejidad.

Tuvo la sabiduría de encontrar, en su relación con los otros, la forma de mantener su sociabilidad, su gran sentido de observación y su buen humor. Bueno, y tuvo la suerte de contar con los cuidados prodigiosos y delicadísimos de mi hermana María José del Campo y, en otra trinchera, de mi cuñado Joaquín Bertrand. Supo hacerse querer. Quiero hoy, como hace unos días, dar las gracias de corazón a todas las buenas personas que se acercaron a despedirla.

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