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La democracia, a prueba

El análisis de las elecciones catalanas es inagotable. Tantas son las implicaciones de los resultados del domingo. La política española es hoy una olla a presión. La dificultad para vislumbrar un futuro conforme y estable es patente. Los dirigentes políticos improvisan pasos poco meditados, víctimas de la ansiedad. Algunos han tenido que rectificar horas después las declaraciones hechas apresuradamente cuando el escrutinio apenas había comenzado. Candidatos de una misma lista se han manifestado a la vez en términos contradictorios sobre decisiones a tomar en los próximos días. Ciudadanos solicita nuevas elecciones de inmediato y el candidato de CUP ha llamado a desobedecer las leyes españolas porque, ha dicho, los catalanes van a gobernarse ya por sí mismos. La indeterminación es el signo de la política española, en parte por el modo en que la cuestión catalana se ha adueñado de ella.

Las elecciones han provocado un síntoma alarmante. Desde 1977 no había una discrepancia tan profunda a la hora de interpretar un escrutinio. La contabilidad de los votos favorables o contrarios a la independencia que hicieron los portavoces de las diversas candidaturas en la noche electoral ha sido un verdadero calvario. La causa está en el carácter anómalo de las elecciones y en menor medida en la indefinición de la coalición de izquierdas formada por Podemos, Iniciativa por Cataluña y otros partidos, respecto a la cuestión de fondo. Los candidatos han vuelto del revés los argumentos esgrimidos antes de la campaña sobre la condición plebiscitaria de las elecciones con una soltura rayana con la frivolidad. El deseo de cantar victoria ha podido con el sentido democrático de los líderes políticos. Y una coincidencia básica en la lectura de los resultados es una condición para comenzar a hablar y lograr acuerdos mínimos.

El resultado no colma plenamente las aspiraciones de los independentistas. Pero han quedado a un paso. Sus listas fueron las más votadas en las 42 comarcas en las que se reparte el territorio de Cataluña. A la espera del recuento de los votos emitidos en el exterior, la coalición de Convergencia con Esquerra y otras organizaciones soberanistas necesita un solo escaño para asegurar la investidura de Artur Mas, aun sin contar con el apoyo de los diputados de CUP. Que la mitad de los catalanes ha concedido su voto a fuerzas que promueven la secesión es un hecho, cuya evolución habrá que seguir de cerca. Si lo observamos escuchando a la vez los discursos pronunciados en el día del PNV que se celebraba mientras los catalanes votaban, tendremos una perspectiva adecuada del desafío al que se enfrenta nuestro sistema político. Los españoles tenemos un problema en Cataluña y otro en Euskadi, como bien dijo el lendakari, sin reparar, añado yo, en que el problema, lo quieran o no los independentistas, aquellos que se sienten sólo catalanes o vascos, es cosa de todos.

No obstante, esa pequeña diferencia de votos puede suponer un escollo político insalvable. Los soberanistas catalanes están en condiciones de seguir forzando la situación hasta el límite. Pero para ello deben demostrar que son capaces de formar gobierno. La última palabra la tiene CUP, una fuerza antisistema, entusiasta de la secesión, que con su veto a Mas está poniendo en apuros la estrategia del bloque independentista.

Después de las elecciones, la sociedad catalana aparece más dividida y polarizada. Los votos a Ciudadanos y CUP se han multiplicado. Los partidos con actitudes conciliadoras, PSC y los coaligados Podemos, Iniciativa y Equo, han perdido apoyos. Unió, un partido moderado de larga trayectoria, ha sido expulsado del Parlamento catalán. Y la tensión ya se ha trasladado a Madrid, donde los partidos han acelerado para tomar posiciones ante las generales de diciembre. El liderazgo de Rajoy está siendo cuestionado más que nunca dentro y fuera de su partido.

Los hechos, la complejidad nada amable de los resultados y las reacciones desorientadas de los dirigentes políticos, aconsejan que los partidos se tomen un tiempo para reflexionar. Las circunstancias, sin embargo, no ayudan. El bloque independentista seguirá con su plan a todo trance, salvo que una quiebra interna lo disuelva, y en los meses que vienen los partidos sólo pensarán en competir por los votos. La situación está llegando a un extremo que, después del intento golpista de 1983 y de la última legislatura de Felipe González en el Gobierno, éste es el examen más duro al que ha tenido que enfrentarse nuestra ya veterana democracia. La sociedad española necesitará toda su capacidad política para superarlo y darse por satisfecha.

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