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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

Acoso electoral

Una conversación a la cola de la caja de un supermercado sobre si los catalanes se independizan o siguen en España

Ave María Purísima y usted perdone, me dijo una mujer que se colocó detrás de mí en la cola de la caja de un supermercado después de darme un ligero golpe en un pie con una rueda de su carro atestado de verduras como para dar de comer durante un mes a no diré una legión, sino a una cohorte de estrictos veganos. Sin pecado concebida, le respondí, para no ser hosca y sí amable. Pero cometí con ello una equivocación, porque era una ansiosa de orejas que la escucharan y a mí, a las nueve y media de la mañana, no me interesaba charlar con nadie. Sin embargo no manifesté en modo alguno mi malestar y me puse a pensar en si haría el rodaballo que acababa de adquirir en la pescadería al horno o a la sartén, a la vez que ella comentaba: Menos mal que se acabó lo de Cataluña porque, aj, ya no se soportaba ese tejemaneje de dimes y diretes sobre si los catalanes se despegan y rompen con nosotros o siguen siendo parte de la misma tierra. A continuación lanzó un sonoro suspiro de España cañí. Yo me siento española, agregó, y ¿usted?. Yo no. Yo lo soy, le respondí.

El hombre que estaba en la fila justo delante de mí, abrazado a medio melón envuelto en papel transparente, se dio la vuelta y pensé con pavor que era el prototipo del metiche sentenciador y, en efecto, me demostró inmediatamente que no erraba en mi juicio, pues me soltó en un toniquete de reto que él, como la otra señora, se sentía español, español, y le repliqué que, por mí, podía sentirse Napoleón, el Cura Merino o la Argentinita. La mujer que se sentía española me preguntó con suavidad, como si pronunciara con la puntita de la lengua cada sílaba, temiendo un reacción violenta por mi parte, si entonces me parecía bien que Cataluña se independizara. Le respondí que ya se había independizado una vez de Aragón, llevándose las barras de su bandera para ponerlas en su senyera, y que cualquier día podía volver a ser aragonesa o separarse del Estado español. Y añadí, bajando la voz y en tono de misterio, como si pronunciara una blasfemia, que lo que me parecería de rechupete era que España devolviera Olivenza a los portugueses y no ocupara ese pedazo de Portugal.

Pero el del medio melón debía tener oído de tísico y sentenció, casi enfurecido, dirigiéndose a mí: Usted es una liosa, además de no ser una buena patriota. Usted no comprende nada de lo que oye, le repliqué. Resopló y se puso a mirar para el techo. Pero debieron empezar a dolerle las cervicales y de nuevo se dirigió a mí y quiso saber de qué lado estaba, del de los independentistas o del de los que no querían una España coja, manca o desmembrada, como era su caso. No me gustan ni pizca esas metáforas truculentas, fue mi respuesta, ni los políticos que, para saber qué quiere la gente, se inclinan por organizar un plebiscito, porque a la plebe, al pueblo soberano que no sea acrítico ni esté durmiendo la siesta ibérica, le importa menos que un pelo de la barba de Rajoy o media pata de las gafas de Mas o la cinta de la coleta de P. I. o el nudo de la corbata de Albert R. o la sonrisa despampanante de Sánchez o la tristona de Garzón, el de IU, no el juez del aleluya de "O te adhieres o te jodes", el hecho de que el patrono explotador sea de Castelldefels -un topónimo de etimología muy discutida, de modo que unos lo traducen al español como Castillo de los fieles y otros lo vierten a la lengua española como Castillo de las hieles o fortaleza destinada a cárcel, a castigos y a amarguras de prisioneros-, ni le produce frío ni calor que su nación o lugar de nacimiento y de pación primera sea Sitges o Cabañaquinta/ Cabanaquinta, como se prefiera; pues a los oprimidos y exprimidos les da igual que la patronal les hable en sánscrito, en mapuche o en romaní, porque la clase trabajadora que no esté idiotizada sabe de sobra que es verdad lo que decía Chesterton acerca de que el capitalismo es la conspiración de los cobardes, un sistema intrínsecamente perverso y esclavista que cosifica a sus explotados, productores de plusvalía que es el trabajo no pagado con el que los explotadores se reforran hasta echar euros por las orejas y narices.

Me di perfecta cuenta de que después del discurso sobre los posibles significados del nombre de esa ciudad del municipio de Barcelona, la que sentía España y el patriota del medio melón empezaron a mirarme con cara de dolor, ella como si le estuviera dando una noticia luctuosa que le causara una gran pesadumbre y él igual que si, de pronto, se le hubiera roto una hemorroide, por lo que ya no abrí más la boca. El del melón pagó y se fue muy ensimismado, analizando el tique de la compra de la fruta; luego fue mi turno. Guardé la compra y la vuelta del importe y me despedí con un gesto de cabeza de la mujer, al que ella correspondió con una mueca que, ni con mucha fantasía, podría calificarse de cordial y me fui pensando en el rodaballo y decidí hacerlo al horno, untado de aceite virgen con tres dientes de ajo blancos y tres negros y regado con una media taza de albariño; después me juré que, en diciembre, la víspera del último domingo de Adviento, me pondría un peto, un espaldar y tapones en los oídos, porque no aguantaría jamás en mi vida otro acoso electoral.

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