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Xuan Xosé Sánchez Vicente

Enredando en la enseñanza

De los deberes escolares al cambio del calendario lectivo para el curso siguiente

Pasados los habituales aforfugones de primeros de curso (nombramientos, horarios, etc.), la enseñanza sigue estando presente estos días en los medios y la opinión. He aquí dos cuestiones: los deberes escolares y el cambio del calendario escolar para el curso siguiente. La idea para esta última propuesta tiene un fundamento razonable: dada la dependencia del calendario de los festivos (que son variables algunos, como la Semana Santa) y desde que el curso ha adelantado su comienzo un mes, de octubre a septiembre, nos encontramos siempre con un primer trimestre excesivamente largo y, a veces, también con un segundo, dependiendo de cómo caigan las fiestas pascuales. En esta circunstancia, el tercer trimestre es absolutamente breve. Pues bien, la propuesta trata de homogeneizar los períodos lectivos y, al mismo tiempo, dar descanso al fatigado (y aburrido) estudiante.

Hasta aquí perfecto, pero esa innovación abre graves problemas familiares: los calendarios laborales están ajustados a los períodos de fiesta, con lo que, en esas nuevas vacaciones, los niños y adolescentes quedarían en sus casas sin la tutela y compañía de sus padres o bien los obligarían a pedir permisos extraordinarios en el trabajo o a echar mano sistemáticamente de abuelos o familiares. Con las familias reducidas poco más que a su núcleo elemental, con las dificultades que existen actualmente para conciliar la vida familiar con el trabajo, con lo difícil que es mantener los empleos y lo fácil que se pierden por ausencias, ¿es razonable la propuesta o es una de tantas ideaciones sin conexión con la realidad que rigen el mundo de la política y la enseñanza?

Los padres, con razón, ya se han puesto a pedir que durante esas vacaciones los colegios permanezcan abiertos, es decir, que hagan de guardería ("diver", por supuesto) de sus hijos. Es razonable, pero eso supone o bien dejar a los profesores sin vacaciones (y convertirlos, además, en aquello que ni saben ni para lo que están preparados: animadores, "entretenedores"), o bien contratar personal nuevo para esos días (¡y están los tiempos para nuevo gasto!). ¿Razonable, pues, la propuesta? En el vacío, sí. Pero todo lo que no cuente con la realidad o no ponga medios para afrontarla deja de serlo.

Otro debate que está de actualidad es el de los deberes en casa. Por lo visto, y según los expertos, una hora diaria de deberes en casa es beneficiosa para la formación de la personalidad y para el rendimiento intelectual. Sin embargo, para completar el panorama deberíamos tener en cuenta algunos parámetros: el primero, que muchos de nuestros escolares está sometidos a una presión extraordinaria en su tiempo libre: clases particulares de idiomas, alguna actividad deportiva, música acaso. La jornada de muchos de nuestros escolinos es, pues, de ocho o nueve horas diarias (más el tiempo de desplazamiento), mayor que la de sus padres, lo que es un disparate. En segundo lugar, que a veces los profesores trasladan al hogar una carga enorme de deberes, y desde tempranísima edad, de varias horas de ocupación, que, además, requieren de la ayuda de los padres. Eso me parece, simplemente, un disparate (yo, personalmente, creo no haber trasladado, salvo en alguna muy ocasional ocasión, más deberes fuera del aula que la recomendación de repasar lo visto en clase para que al día siguiente pudiese preguntarse lo que no se había entendido bien o sobre lo que existiesen dudas). Finalmente, tengo la sospecha de que, en muchos casos, lo que trasladan a casa los niños es el problema del aula. Obligados a hacer la clase "presto", sin apenas instrumentos para conseguir que el niño rinda en el aula, esto es, perdiendo el tiempo miserablemente en el horario de clase porque no hay más remedio o porque el profesor no quiere hacerse el antipático (ya que enseguida florecen los padres en el centro escolar), lo que no se ha realizado en la clase se traslada a la tarde y los padres.

Y ello nos lleva al problema fundamental de la enseñanza, que ni es de planes de estudio ni de acuerdos políticos, sino social: de lo que los ciudadanos piensan y esperan del mundo y de sí mismos. En dos palabras, desde Villar Palasí para acá, demagogos, sindicatos, psicólogos y pedagogos vienen confundiendo "igualdad de oportunidades" con "igualdad de resultados a la fuerza", y todo lo que no sea así, es un error y un horror para ellos. Y, sin embargo, si somos todos singulares en las orejas, en el ADN o en las huellas dactilares, ¿por qué no hemos de serlo en nuestras actitudes y aptitudes? Y, por ello, por qué no establecer caminos distintos hacia el mundo real para los alumnos.

Y, en segundo lugar, lo que somos como sociedad. Lo he dicho mil veces, déjenme hoy expresarlo con las palabras de Pilar Montero, en una entrevista que LA NUEVA ESPAÑA publicaba el primer día de este mes: "Los adolescentes tienen a Belén Esteban como modelo".

De modo que, al final, quienes provienen de familias con medios o con cultura progresan pese al ambiente. Y los demás pierden la oportunidad que les brindamos entre todos.

Lo que viene a llamarse "igualdad de oportunidades".

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