Mas empieza a encontrarse a gusto en el papel de outsider. Cualquier comparación que se establezca entre lo que es y lo que algún día fue asustaría a simple vista a un marciano y, sin embargo, el presidente en funciones de Cataluña hace tiempo que se entrena en el desacato a la ley. Por ejemplo, en las imposiciones en materia de educación y lengua que, a la postre, permiten a los soberanistas manejar con soltura sus expectativas futuras de crecimiento.

Mas ha convertido la declaración como imputado por el 9-N en la causa nacional catalana. Era fácil preverlo pero no tanto evitarlo. La Justicia, por mucho que los tribunales sufran ataques contra su independencia, debe seguir adelante a la vez que denuncia el acoso.

El martirologio de Mas se escribe con las varas de mando de los 400 alcaldes que le arropan, manifestaciones de independencia y cánticos de "Els Segadors". Era lo que se esperaba. Ante eso la misión primordial de cualquier gobierno de España será mantener la calma y seguir insistiendo que es obligado cumplir con la ley.

No es la primera vez que un gobernante en apuros se pone al frente de la manifestación, se envuelve en una bandera y apela a la legitimidad de los votos frente al dictado de la justicia. Esa obsesión de los políticos por mantener demagógicamente que el mandato de las urnas está por encima de la ley es precisamente lo que los hace prófugos de la democracia. Entre que se cree un elegido por el pueblo para dirigir sus destino y que no encuentra otra salida, el presidente de Cataluña ha optado por convertirse, apelando al voto, en un prófugo de la democracia y del Estado de derecho.

Tras confesar, Mas ha dicho que no está dispuesto a acatar una eventual inhabilitación por desoír la legalidad siendo como era un representante del Estado. Considera que la huida hacia adelante incluye, entre todo lo demás, cualquier tipo de desobediencia.