Mirándose el ombligo los partidos han conseguido situarse en el primer plano privativo de la actualidad preelectoral. No lo han hecho con sus propuestas de actuación ni explicándoles a los españoles las soluciones que manejan para sus problemas, pero sí con las expectativas de alianza que ofrece de antemano la fragmentación política. De modo que el primer interrogante que se abre a partir del 20-D no es cómo puede salir España adelante, sino simplemente si este país va a ser gobernable o se convertirá en los próximos años en un epítome de la vida pública italiana de las últimas décadas.

Los partidos han conseguido, además, transmitir su esclerosis; de otra forma no se entendería que el debate nacional lo capitalice si Ciudadanos gira a la izquierda o a la derecha, o ocupe los editoriales el controvertido fichaje de Irene Lozano por el PSOE. Como si Lozano, con todos mis respetos, fuese clave en el análisis político de esta nación tan necesitada de vitaminas.

Interpretar a los partidos significa entender razones exclusivamente sectarias que ya ni se preocupan de ocultar. El principal desvelo del PP, por ejemplo, después de cuatro años de permanencia desahogada en las instituciones del poder, es cómo cuadrar las candidaturas y el reparto de las canonjías cuando las previsiones proyectan hasta una pérdida de 50 escaños. Que Aznar haya saltado al ruedo, que los barones mantengan en alto sus espadas, el nerviosismo en general, tienen que ver con que la tarta ya no va a ser igual de grande. Del mismo modo que en las expectativas socialistas, menguadas por la fragmentación en la izquierda, la presencia en los puestos altos de la lista de una advenediza como es Lozano produce rechazo. La llaman trepa.

Esto es lo que realmente inquieta, por eso cuando un ministro dice "¡silencio, operamos!", refiriéndose a los problemas de España, nadie se lo cree del todo.