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El Rey deja la impronta en todos sus discursos, pero el del Campoamor lleva el sello más personal de cuantos pronuncia. De hecho, es el único, junto al de Nochebuena, que redacta directamente la Zarzuela. Ya aludió Felipe VI en anteriores ocasiones a lo largo de este año a la España cooperante y orgullosa de su diversidad, a sumar y no restar, y utilizó metafóricamente la ruta jacobea en el Parlamento Europeo para hablar de los caminos que unen. El viernes hizo un alegato directo contra quienes fracturan y levantan muros, y defendió la ley y la Constitución como únicos instrumentos posibles para la convivencia.

Porque el Rey lo quiso, y porque los asturianos así también lo sienten, con su manera inclusiva de vivir la pertenencia y las patrias, sin rechazos, Asturias se convirtió en caja de resonancia en favor de lo que nos une. En el camino hacia esa nación que precisa "juntarse y hablar" que reseñó Jovellanos, e inspiró una cita del jefe del Estado, hay que tener muy presente este instante que traza un rumbo. Porque se intensificarán, por un lado o por otro, en el futuro las amenazas de dirigentes encantados de exaltar la desigualdad y propulsores de una falsa superioridad histórica y moral frente a los otros. Y sin laceraciones, con tacto, prudencia y diálogo, habrá que desmontar las piedras de ese muro para restaurar afectos y complicidades.

Esos aldabonazos que ayudan a formar conciencias y a profundizar en los debates integran parte del valor intangible de los premios "Princesa de Asturias" tan mencionado estos días. Muchas relaciones universitarias, investigaciones, intercambios económicos y proyectos culturales concretos nacieron de los contactos trabados en las citas.

José Hierro destacó en los inicios de la andadura la hechizada relación del asturiano con su tierra ejemplificada en los indianos. Una figura de oportuna evocación ahora que Colombres, "Pueblo ejemplar" y ejemplar pueblo, recordó ayer con melancolía a quienes tuvieron que partir en busca de sustento. Auguraba el poeta en 1981 un largo apoyo a la Fundación "por la mentalidad y la sentimentalidad" de las gentes de estos valles, y daba las gracias a un aire "que se llama libertad". Ese aire permite a cada ciudadano expresarse sin cortapisas desde que los españoles conquistaron con sufrimiento la democracia. Redentores y embaucadores, neófitos o secesionistas, opinan equivocadamente que la única libertad verdadera llegará de su mano.

El pensamiento crítico lleva al progreso, no existe otra manera de avanzar. Nada malo hay en cuestionar los premios "Princesa de Asturias". Hacerlo de forma razonada y sensata los enaltece. Sustentar la crítica en un único aspecto, el sabor a rancio, es quedarse en lo superficial. Alentar las censuras desde una responsabilidad de gobierno sólo para mantener alta con el espectáculo la fe del creyente en la religión del radicalismo es un planteamiento pueril. No cabe considerar a los Premios un cónclave de afirmación monárquica, ni el encuentro suntuoso de la corte. ¿Quién, sin demagogias ni postureos, después de 35 años no lo tiene claro?

La ceremonia, por supuesto, puede y debe perfeccionarse. La limitación de espacio impide ampliar la representación de la sociedad. Un desarrollo ágil la haría menos encorsetada. El Rey, que intentó una glosa emotiva, sentida y distinta, sigue haciendo propias decisiones de jurados, en ocasiones controvertidas, que no necesita asumir. Lo paradójico de quienes vociferan fuera y de quienes intervienen dentro es que comparten más de lo que piensan. El viernes se habló de la comunicación como forma suprema de las Humanidades, de cambiar la vida de los pobres, de utopías posibles, de proteger a los desfavorecidos, de la fortuna de mezclar etnias y credos, de generosidad, compromiso y concordia. Cualquiera de los concentrados en la Escandalera suscribe gustoso idénticos ideales.

Asturias ha podido comprobar en esta semana la inutilidad de las polémicas fundamentadas en la banalidad, el sectarismo y los prejuicios. Lo más relevante de estos días no es la institución monárquica, ni las ideologías, ni el Principado, ni el Ayuntamiento de Oviedo, ni el dinero público ni la Fundación Princesa de Asturias. Lo único relevante son los premiados, que no están aquí para publicitar la región, o para que los políticos se afiancen o promocionen a su costa, sino para rendir tributo a un talento que nos enriquece a todos. Por el ruido en los preámbulos, parece que esto fuera lo de menos. En cambio, proliferaron las escenas surrealistas, quizá para que las filmara Coppola, con militantes de una misma formación ensalzando por delante los Premios y alfombrando a la vez por detrás el paso de quienes los repudian, en una filigrana imposible del juego de las equidistancias.

Todo, estos Premios incluidos, puede ser cuestionado y todo debe ser mejorado. La crítica es legítima y necesaria porque vivimos en un país democrático. Pero no basta con eso. La sociedad tiene que ser más eficiente en la creación de riqueza, y en la búsqueda de su más justa distribución. Eso nos compete a todos, desde dentro y desde fuera del Campoamor. Porque, como tan acertadamente dijo Duflo, "ni las Naciones Unidas, ni los gobiernos locales, ni las élites pueden, por sí solos, mantener a la población en la pobreza o sacarla de ella". La tarea de progresar implica al conjunto de la sociedad, ciudadanos e instituciones, cada uno actuando en su ámbito problema a problema.