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Crónicas galantes

Adiós al hijo único

Hace ya mucho que los niños no vienen de París, sino de Pekín y de Shanghái. Consciente de ello, el Gobierno popular de China intentó que su país fuese algo menos populoso sin más que limitar por ley los nacimientos a la exigua cifra de un hijo por matrimonio. Ahora -36 años después-, las autoridades chinas han levantado ese veto de modo que sus ciudadanos puedan ir a por la parejita sin peligro de que los empapelen.

No dejaba de resultar extraño que un gobierno revolucionario fomentase por decreto la figura del hijo único, al que suelen adornar vicios capitalistas como el de ser antojadizo y malcriado. Muchos de ellos padecen, además, el llamado "síndrome del Emperador" -o del tirano doméstico-, denominación que sin duda ha de resultar incómoda en un país que puso al último de sus emperadores a cuidar jardines. La razón de fondo, en realidad, es que ya empezaba a haber demasiados chinos en China y tampoco era cosa de que el gobierno les fuese poniendo bazares en otros países. Fue así como, amparadas en sus poderes casi omnímodos, las autoridades de la República Popular redujeron a un solo niño por pareja la producción máxima autorizada en los paritorios de la nación.

El resultado de ese ciclópeo plan de ingeniería social fue de lo más exitoso. Mientras en la India sigue multiplicándose la población de tal modo que al gobierno no le da tiempo siquiera a contarla, se calcula que en China dejaron de nacer unos 400 millones de bebés gracias a la política de hijo único.

Los japoneses, que tenían un problema parecido, optaron por métodos menos drásticos. Hay casi tantos nipones como metros cuadrados disponibles en el limitado territorio de Japón, pero la riqueza del país hizo innecesaria la adopción de medidas tan radicales en materia de control de la natalidad.

Sospechan algunos que el Gobierno de Tokio tiene rotando por el mundo a una parte de la población -con sus cámaras al hombro- para que el resto pueda acomodarse en el país sin riesgo de overbooking; pero quizá la explicación sea más sencilla. Simplemente, el número de nacimientos tiende a bajar cuando aumenta la prosperidad de un país, como de hecho han comprobado las propias autoridades chinas que ahora levantan la prohibición de traer más de un niño al mundo. A medida que crece la cuenta corriente, son las propias parejas las que se autorregulan sin necesidad de decreto-ley alguno.

Como cualquier otra política de ingeniería social, la que establecía la obligatoriedad del hijo único en China tuvo sus contraindicaciones y efectos indeseados. Revolucionarias, pero de pensamiento tradicional, las familias utilizaron a menudo el aborto para seleccionar el sexo de la criatura, bajo el convencimiento de que un varón les sería más útil que una hembra en vejez. El propio gobierno tuvo que intervenir, prohibiendo incluso las ecografías y el aborto, cuando la proporción de niños llegó a ser de hasta 125 por cada 100 niñas en determinadas zonas.

Aun así, pocos son los que objetan esta decisiva contribución de China a la lucha contra la superpoblación del mundo. De no ser por las medidas -ciertamente extremas- que los herederos de Mao tomaron hace cerca de cuatro décadas, este ya sobrecargado planeta tendría problemas todavía más graves para alimentar a sus muchos pobladores. Aunque para ello fuese necesario llenar China de tanto hijo único consentido.

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